jueves, octubre 27, 2005

Agarrado a mi timón (La Opinión)

Tengo el ordenador hecho una auténtica piltrafa. Esto se debe, en parte, a que es un ordenador anciano. Seis años, para un chisme de estos, supone toda una vida. Larga y fatigosa. En las empresas, por lo general, suelen cambiar los equipos cada dos años o menos. Por eso el mío camina, como si dijéramos, con cacha. A veces el disco duro y los ventiladores emiten unos sonidos propios de un hombre de ochenta años que haya consagrado su vida al tabaco negro. Suelo mirar a la torre del aparato con misericordia, pero también deseando que su ritmo continúe, que su respiración no se apague. Es curiosa la relación que llegamos a mantener con nuestras herramientas de trabajo y con nuestros objetos más preciados. Empieza uno a garabatear a lápiz o a bolígrafo y se pasa a la máquina de escribir, pero pronto la reemplaza por los ordenadores de los amigos, de los familiares o de la novia, hasta que por fin adquiere el suyo. Después, llegada la hora de jubilación de cada herramienta, se siente uno un poco extraño.
El lunes decidí apaciguar a mi pc de sus achaques, y para ello hice lo que hay que hacer en estos casos, a saber: arrojar archivos viejos a la papelera, desinstalar programas que no se usan, etcétera. En otras palabras: sacar la basura. Claro que, lince informático como soy, ignoro a estas alturas si me cargué un archivo esencial o me entró uno de esos virus de escalofrío, igual de terroríficos que las criaturas clásicas del género de horror. El caso es que, al día siguiente, es decir, el martes, activé el antivirus y la cosa petó: windows se colgó a mitad de scan. Para quienes no hayan usado un ordenador en su vida, la traducción aproximada sería ésta: el ordenador se desmayó. Pero, a partir de entonces, mis esfuerzos por reanimarlo fueron inútiles. No los voy a contar porque, para quienes desconozcan el funcionamiento informático, podría constituir un verdadero jaleo incomprensible. Han pasado desde entonces muchas horas, creo que, exactamente, veinticuatro, de las cuales consagré cinco a dormir. El resto del tiempo (salvo las lógicas actividades de rutina: comer, beber té y café, cenar, ducharse) he estado a los mandos del ordenador, sujeto a la silla, amarrado a las teclas como esos capitanes de barco antiguo que no soltaban el timón aunque el naufragio y la muerte durante la tormenta fuesen seguros. ¿De qué ha servido esa inversión de tiempo en la que apenas me sostengo en pie, me duelen los ojos y he abusado de la cafeína? Seré sincero: para nada. Todos mis intentos de reanimar al bicho de windows han sido en vano. En los últimos años he salvado a mi ordenador de espías, robots, virus y demás ataques terroristas. Al final uno aprende solo, por el método de ensayo y error. En estas horas he tratado de reinstalar el dichoso windows, pero todo eran reinicios, “cuelgues”, comprobaciones absurdas y reparaciones infructuosas. Cuando el reloj marcó las tres de la tarde del miércoles y vi que no había hecho otra cosa salvo el tonto, decidí bajar a escribir todo este rollo en un cyber del barrio de Lavapiés.
Mientras espero a que un amigo venga a repararme el ordenador, al que en una o dos semanas voy a dar la jubilación definitiva, he bajado a ese cybercafé. Es el local desde el que, justo cuando me mudé a Madrid, enviaba mis columnas, ya que tardaron un mes en instalarme internet en casa. Pero ahora es distinto. Ahora me toca escribir aquí, rodeado de gente joven de diversas razas, en un teclado de botones como piedras, algo sucios o grasientos de los dedos de los usuarios de las horas previas. Lo único que saca uno en claro de esta adversidad es la terapia tan eficaz que supone ejercer la escritura: este rato ha sido el mejor desde hace veinticuatro horas.