sábado, octubre 13, 2012

Islas flotantes, de Joyce Mansour




¿Qué tal encontré hoy a mi padre? ¿Más pequeño, más pajarito… todavía reconocible? La enfermera de noche parece decir que no ha dormido del todo mal. El modo en que mis tacones martillean el corredor interior, a lo largo del pasillo bordeado por camas silenciosas, resulta ser la medida de mi propio alivio. La idea concreta del frío tiembla entre sábanas fangosas. Hocicos, nalgas, procesiones de viejos sosteniendo en alto sus frascos de orina, unidos a sus próstatas por un delgado tubo de plástico rosa; viejos, decía, arqueados como puentes sobre sus desechos pútridos. Desperdicios corroídos, digeridos, defecados a través de sus desagües, viejos chochos, pacientes y locos: todos haciendo cola.

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Habría mucho que decir sobre el problema de la angustia y del cáncer. El cáncer está sujeto a la pesadilla por unas tenazas de cangrejo: la opacidad de su floración maldita, el aire seductor por el que procede a solidificar esa idea fija, la agresiva bulimia del individuo. Sí, para mí el cáncer es, indudablemente, el hijo de la pesadilla, no el padre.  


[Traducción de Antonio Ansón]