¿Qué tal encontré
hoy a mi padre? ¿Más pequeño, más pajarito… todavía reconocible? La enfermera
de noche parece decir que no ha dormido del todo mal. El modo en que mis
tacones martillean el corredor interior, a lo largo del pasillo bordeado por
camas silenciosas, resulta ser la medida de mi propio alivio. La idea concreta
del frío tiembla entre sábanas fangosas. Hocicos, nalgas, procesiones de viejos
sosteniendo en alto sus frascos de orina, unidos a sus próstatas por un delgado
tubo de plástico rosa; viejos, decía, arqueados como puentes sobre sus desechos
pútridos. Desperdicios corroídos, digeridos, defecados a través de sus
desagües, viejos chochos, pacientes y locos: todos haciendo cola.
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Habría mucho que
decir sobre el problema de la angustia y del cáncer. El cáncer está sujeto a la
pesadilla por unas tenazas de cangrejo: la opacidad de su floración maldita, el
aire seductor por el que procede a solidificar esa idea fija, la agresiva
bulimia del individuo. Sí, para mí el cáncer es, indudablemente, el hijo de la
pesadilla, no el padre.
[Traducción de Antonio Ansón]