5 de septiembre de 2008
Catorce años
después,
cuanto queda de mi
padre es una sucesión
de imágenes
inconexas, y cada
vez más huecos,
y algunos recuerdos
minuciosos,
sobre todo de
aquellos últimos meses.
Me ha costado todos
estos años aprender
que cuando la
memoria se convierte
en un rastro que
conduce a ninguna parte,
sólo puede
aliviarnos
esta liturgia de
acercarnos al cementerio,
limpiar de tierra y
excrementos de pájaro
la lápida, maldecir
que haya más líquenes
en la inscripción y
arrancar los hierbajos
que han ido
creciendo.
Atar luego a la cruz
unas flores de plástico
y dejar tumbado en
la tierra
un ramo de claveles.
Y rezar,
sin devoción, pero
por si acaso,
un padrenuestro
por la vida eterna
en que él confiaba.
**
Aún me obsesiona
Sentí miedo de mi
propio padre.
O, para ser más
exacto, de ese cuerpo
pálido, rígido,
ni dormido ni
despierto,
que yacía,
como un muñeco en su
envoltorio,
en un féretro
colocado en medio del salón.
Tenía sus mismos
labios, su misma nariz
aguileña, su mismo
pelo canoso,
pero aquello ya no
era mi padre.
Y en eso, en aquel
tránsito de naturalidad
insoportable, no en
otra cosa,
consiste para mí
todo el misterio de
la muerte.
**
Acepto este destino
Estoy aprendiendo
a habitar estos días
previsibles
en los que siempre
me levanto a las 7:30
y desayuno siempre
un tazón de leche
con galletas. Estos
días ni tristes
ni alegres
de los que uno no
espera gran cosa.
Ya es bastante
si el día amanece
soleado,
y sigo respirando
otras veinticuatro horas,
y no sufro ni
provoco sufrimiento a otros,
y tengo una
compañera
a quien agarrar de
la mano,
y algunos poemas que
llevarme al alma
antes de preparar el
despertador
para que suene a las
7:30
y apagar la luz.