martes, octubre 30, 2012

Horas de lobo, de Jacob Iglesias




5 de septiembre de 2008

Catorce años después,
cuanto queda de mi padre es una sucesión
de imágenes
inconexas, y cada vez más huecos,
y algunos recuerdos minuciosos,
sobre todo de aquellos últimos meses.
Me ha costado todos estos años aprender
que cuando la memoria se convierte
en un rastro que conduce a ninguna parte,
sólo puede aliviarnos
esta liturgia de acercarnos al cementerio,
limpiar de tierra y excrementos de pájaro
la lápida, maldecir que haya más líquenes
en la inscripción y arrancar los hierbajos
que han ido creciendo.
Atar luego a la cruz unas flores de plástico
y dejar tumbado en la tierra
un ramo de claveles. Y rezar,
sin devoción, pero por si acaso,
un padrenuestro
por la vida eterna en que él confiaba.

**

Aún me obsesiona

Sentí miedo de mi propio padre.
O, para ser más exacto, de ese cuerpo
pálido, rígido,
ni dormido ni despierto,
que yacía,
como un muñeco en su envoltorio,
en un féretro colocado en medio del salón.
Tenía sus mismos labios, su misma nariz
aguileña, su mismo pelo canoso,
pero aquello ya no era mi padre.
Y en eso, en aquel tránsito de naturalidad
insoportable, no en otra cosa,
consiste para mí
todo el misterio de la muerte.

**

Acepto este destino

Estoy aprendiendo
a habitar estos días previsibles
en los que siempre me levanto a las 7:30
y desayuno siempre un tazón de leche
con galletas. Estos días ni tristes
ni alegres
de los que uno no espera gran cosa.
Ya es bastante
si el día amanece soleado,
y sigo respirando otras veinticuatro horas,
y no sufro ni provoco sufrimiento a otros,
y tengo una compañera
a quien agarrar de la mano,
y algunos poemas que llevarme al alma
antes de preparar el despertador
para que suene a las 7:30
y apagar la luz.