Algunos leen por odio. Son los escritores envidiosos de sus colegas y los críticos envidiosos de todo el mundo.
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El autor quedará salvado si, de todas sus frases escritas, un lector retiene una, una sola, que contenga todas las demás en su memoria y lo ayude a mantener un interés, un afecto, una posibilidad de relectura.
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Ningún libro de ficción intenta lo general, observa lo particular; no busca ser exhaustivo, busca el agotamiento de un detalle.
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Leer nos abstrae de la vida, bastante me lo reprochan, pero puede hacer que la encontremos sorprendente. Se levanta la cabeza del libro y, con sorpresa, uno se encuentra en el presente.
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Una ciudad en la que hay tantas librerías y, por consiguiente, tantos lectores, no es una ciudad de la que deba uno marcharse enseguida.
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Lo que me molesta de la lectura en voz alta es la pérdida de matices y de sobreentendidos que pueden encontrarse en una palabra o en una frase.
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Para eso sirve la ficción, para rellenar los agujeros de la ignorancia con la imaginación.
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La literatura habla de la muerte, el periodismo habla de muertos. La literatura puede hablar de cosas que no agradan, el periodismo no quiere desagradar. De modo que no habla de la muerte sino de hombres muertos. Son muertos que agradan, puesto que permiten apiadarse de ellos sin emocionarnos; muertos lejanos, muertos de enfermedades que no padecemos; muertos que solo conciernen a nuestra caridad, a nuestra virtud, no a nuestro corazón.
[Traducción de Elena M. Cano e Íñigo Sánchez-Paños]