Considero a Darren Aronofsky uno de los grandes analistas del dolor en el cine. A pesar de excesos e irregularidades (que los tiene), casi todas sus películas se cuentan entre mis favoritas de los últimos tiempos: Réquiem por un sueño, La fuente de la vida, El luchador. En todas ellas hay un interés por el dolor interior y exterior, mostrado mediante el sufrimiento y el castigo brutal de la carne: laceraciones, magulladuras, cuerpos atravesados por el acero, amputaciones… La paranoia es otro de los temas mediante los que Aronofsky habla del dolor. Y, por supuesto, también le interesa investigar los límites de la resistencia humana. En Black Swan cuenta con una baza impecable: Natalie Portman, quizá en su mejor trabajo hasta la fecha. Pero no nos sorprende porque este director ya había arrancado interpretaciones memorables de Jared Leto, Ellen Burstyn, Jennifer Connelly, Hugh Jackman, Rachel Weisz, Marisa Tomei o Mickey Rourke.
Black Swan traslada a la realidad la historia de El lago de los cisnes, que es el ballet por el que los personajes rivalizan. A partir del momento en que Thomas (Vincent Cassel) busca sustituta para la gran estrella (Winona Ryder), Nina (Natalie Portman) se obsesiona con la amenaza que representa una recién llegada, Lily (Mila Kunis). Pero Darren Aronofsky, además de rivalidades y de obsesiones y castigos de la carne, introduce otros temas que aportan bastante solidez a la película: la dualidad, la represión sexual y el miedo de algunas mujeres cuando aparecen chicas más jóvenes y ambiciosas que podrían desplazarlas de sus trabajos. Se ha comparado la película con otros filmes como El hombre y el monstruo o Eva al desnudo. A mí me recuerda a una de las grandes de Polanski, El quimérico inquilino. Aronofsky apuesta esta vez por el suspense con un toque de terror y, a pesar de sus excesos en plan Dario Argento, sale bien parado del experimento, pues Cisne negro no puede encuadrarse en ningún género.