Ocho días atrás estaba sentado, a media tarde, en una terraza de la Plaza de Santa Ana. Casi todas las mesas estaban ocupadas por guiris: se sientan y suelen pedir una botella de tintorro o una jarra de sangría y en menos de una hora ya se han cocido. Es habitual que por allí pululen músicos ambulantes: gente que acarrea trompetas, violines, guitarras, etcétera. Entonces llegó un tipo de aspecto desastrado y con esa mirada que se les pone a los locos: aunque te miren de frente, cara a cara, sus ojos siempre están perdidos en un horizonte que sólo ellos conocen. El hombre cargaba con un casete de dimensiones mayúsculas. Se detuvo cerca de donde estábamos nosotros, pulsó el Play y escuchamos una canción. Era uno de los temas más célebres de Michael Jackson, no recuerdo con exactitud cuál: quizá fuera “Bad”, quizá “Smooth Criminal”. Y se puso a bailar. A imitar a aquella estrella que se evaporaría unos días más tarde. Tal vez se trate del peor baile y la peor imitación que he presenciado en mi vida.
Nadie sabe imitar los pasos de baile como Jackson, porque él tenía alas en los pies y además era negro aunque su piel hubiera mudado de color; quiere esto decir que el alma y el corazón continuaban teniendo el ritmo y el espíritu de los de su raza, que son los más dotados para bailar, entre otras muchas cosas. Nadie sabe imitarlo a la perfección, como digo, y aún menos si es blanco y peor aún si no es un bailarín y además sobrevive limosneando en las calles. Los guiris, claro, alucinaban, y todos nos reímos un poco de él. O, para ser exactos, no de él sino de la mala imitación, igual que cualquiera se ríe cuando salen en la tele los numerosos plagiadores que tuvo el cantante. Unos días después lo sentí bastante por aquel pobre diablo. La muerte de Michael Jackson, cuyas danzas él imitaba para ganarse las habichuelas, lo había dejado huérfano de ídolo, de padre espiritual. Siempre me he preguntado por qué los chiflados emulan a Elvis Presley y a Michael Jackson, pero no (por ejemplo) a David Bowie.
Tres días después de esa actuación callejera, justo en el momento en que mi colega Javier Das y yo subíamos a un pequeño escenario, frente al público, desde la mansión de Jackson llamaban a los paramédicos. De haberlo sabido en ese instante, no sé, supongo que hubiéramos dicho unas palabras de homenaje. Luego cada mochuelo se fue a su olivo y, al llegar a casa, me puse a navegar por los diarios digitales. Una de las noticias anunciaba que el cantante había sido ingresado de urgencia en un hospital. No decía nada de fallecimiento. Google da un poco de miedo. Porque, sabiendo que el servicio de noticias de España es mucho más lento, entré en Google News U.S., tecleé el nombre “Michael Jackson” y la página se inundó de esquelas: “Dead at 50”, contaban casi todas esas noticias. Su muerte nos conmocionó y nos ha devuelto al pasado, a recordar al creador de “Billie Jean” cuando era Peter Pan, antes de convertirse en un monstruo acorralado por las deudas, los rumores, la maledicencia y los estragos físicos. La televisión, con su letanía machacona, se ha encargado de recordarnos casi todos los episodios de su vida. Lo mejor es cuando he pillado esos especiales en los que emitían sus videoclips. Eso ocurrió la noche del sábado. En Telemadrid vi un especial sobre esos vídeos. Volví a disfrutarlos. Volví a recordar que tuve una beisbolera roja y blanca, como la que él usa al inicio de “Thriller”. Y volví a recordar los tiempos en que, en el bar de Zamora, pinchaba temas de sus discos en vinilo. De “Bad” y “Dangerous”, que tengo por ahí. Hoy valen un pastón. La muerte es lo que tiene: suaviza las taras y los pecados y revaloriza la obra. Y la obra fue muy grande.