Pero aquello era la meca del polvo, la capital del caballo cuando rugían los ochenta, y todavía puntera en los noventa. Poblados en los que reinaban mil políticas diferentes, agujeros peligrosos en los que tenías que entrar con el pincho preparado: la chupa colgada del brazo como el capote de un torero y el estoque listo por debajo; andarte al lío, controlar con la peña que iba de palo y poner los ojos alerta con la madera rondando. Chabolas en las que tenías que entrar de uno en uno, o en las que se juntaban quince tíos a la vez, chabolas con la puerta de acero en la que te servían por la mirilla, o en las que entrabas dentro y te encontrabas al chamán puesto a la mesa con el género listo para pesar: la bolsa de caballo, la balanza y el pañalón, el machaca de turno vigilando y la fusca a mano por si acaso.
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