La música de las palabras escritas por William Shakespeare suele perderse en la traducción. Creo que la vez que más he vibrado y disfrutado en un teatro fue viendo “Julio César” en el Teatro Español, en inglés y con Ralph Fiennes al frente del reparto. Para aclarar las cosas, proyectaban los subtítulos en una pantalla negra. He vuelto a ver “Titus”, la adaptación de “Tito Andrónico” que hizo Julie Taymor. Esta vez pude gozarla en versión original (la música del idioma se pierde en el doblaje). Cuando “Titus” se estrenó en Zamora me sucedió algo insólito, porque siempre llego a los cines con suficiente antelación. Entré en la sala a las cinco y media de la tarde y la película ya había empezado. Pensé que me habría perdido un minuto o dos. No conocía la obra original y tardé media hora en comprender los acontecimientos. Taymor ya había mostrado el planteamiento y yo entré al principio del nudo y me costó un poco entender el desenlace. Luego supe que la película se empezó a proyectar a las cinco. Me perdí, por tanto, treinta minutos de metraje. Llegué tarde sin saberlo. Nunca antes me había ocurrido, y no me ha vuelto a pasar. Fue un descuido.
Aquella primera vez me perdí la crueldad que muestra Tito Andrónico (Anthony Hopkins) al principio del drama, asesinando a uno de los hijos de su prisionera, Tamora, encarnada por Jessica Lange (bellísima, a sus cincuenta años). Me perdí el momento en que favorece que Saturnino sea proclamado emperador, contrariando así los deseos de Bassiano, novio de su hija Lavinia, y luego intentando entregar a ésta al nuevo emperador, para que se case con ella. En dos jugadas, Tito se gana el rencor de sus enemigos y de sus propios hijos. Una vez dados esos pasos, se activa la maquinaria de la venganza. Pero cuando yo entré en el cine ignoraba las perfidias de Andrónico, sintiendo simpatía por él y aversión por el resto de personajes, que trataban de hacerle la vida imposible. La otra noche vi la película desde el principio. Antes veía a Tito como una víctima y ahora lo veo como un canalla más. De hecho, todos los personajes son viles y sanguinarios. Salvo un niño. Tal vez sea la obra más cruel de Shakespeare. Y la película muestra estos actos en toda su crudeza, aunque algunas oportunas elipsis nos libran del horror: en “Titus” hay numerosos desmembramientos, asesinatos, tortura, una violación, infidelidad, proclamas racistas. En una escena, Andrónico revela a dos prisioneros que les cortará la garganta, y luego machacará sus huesos, y el polvo resultante lo mezclará con su sangre para hacer una masa que le sirva de base para una empanada rellena de sus cabezas, que servirá de festín a la madre de ambos, sin que ella sepa los ingredientes. Para que luego digan que Stephen King es macabro.
La directora, Julie Taymor, es alguien que asume riesgos. Sus películas, basadas en Shakespeare, en Frida Kahlo o en las canciones de The Beatles, son de todo menos convencionales. “Titus” me ha gustado más ahora. Sólo le reprocho algunos desvaríos oníricos y surrealistas que, a mi juicio, pegaban en “Across the Universe”, pero que en Shakespeare están fuera de lugar. Al principio del film, Taymor anuncia que su adaptación “encierra el horror de la tragedia humana, exigiéndonos que examinemos las verdaderas raíces de la violencia y juzguemos sus distintos actos”. “Titus” nos revela cómo es el hombre cuando afloran sus instintos de crueldad y venganza. Capaz de las mayores atrocidades, perfidias y villanías. Los personajes se vengan unos de otros continuamente. Son capaces de todo con tal de desquitarse. Con tal de aplastar al enemigo. Lo de “Titus” no es fantasía. Ocurre.