Madrugada del viernes al sábado y estábamos por ahí, en Huertas, bebiendo cócteles, soportando la chapa de quienes, a la puerta de los garitos, insisten en invitar a unos chupitos si pagas la entrada que da derecho a una consumición. Uno de esos ganchos insistió en que entráramos al bar de karaoke para el que trabajaba. “Al menos se echarán unas risas”, dijo. Es cierto. El karaoke siempre viene bien para escuchar al personal tratando de tomarse en serio a sí mismo mientras canta y un público beodo aplaude. Entramos. La atmósfera estaba muy cargada de humo y de calor. Aquello parecía un tugurio clandestino. No lo era. Sólo se trataba de un bar sin ventilación y sin prohibiciones de fumar y sin extractor de humos. La clientela estaba formada por chavales. Nos dimos media vuelta antes de apoyar los codos en la barra.
En Huertas cierran pronto. Los mismos fulanos que habían insistido en que entrásemos en sus locales, nos negaban ahora la entrada porque iban a chapar. Yo recomendé que fuéramos a Lavapiés, porque dos o tres bares cierran más tarde. No me hicieron caso porque es mi territorio y suponen que juego con ventaja: es decir, que sólo tardo dos minutos en entrar en la cama si me canso de la farra. En Huertas acabamos entrando en un garito en el que nunca habíamos estado. El tipo de la puerta era una parodia del director de cine Robert Rodríguez. Ya saben: botas de cowboy, sombrero yanqui dos tallas más grande, etcétera. Alguien le preguntó qué ofrecían allí dentro, y si merecía la pena pagar la entrada. El fulano respondió: “Ahí dentro podéis encontrar mamoneo y cerveza. La música varía: puede abarcar desde Bisbal hasta Extremoduro. Lo que os toque”. De Bisbal a Extremoduro hay un trecho inabarcable, tan grande, que sólo por aquella frase digna de un programa radiofónico merecía la pena entrar en el local y ver qué podía suceder. No haría falta que lo explicase, pero por si acaso: yo soy de Extremoduro, no de Bisbal. El garito no nos gustó. Había mucha chiquillería (o quizá ya nos sentimos viejos en cualquier local en el que no se vean canas y calvicies), mucha mezcla imposible en los adornos de las paredes. Por meterte allí te soplaban cinco euros. Pero a cambio del ticket, en la barra, daban una copa. El sitio abunda en contrastes. Por ejemplo: por los altavoces sonaba rock duro, pero en una pantalla gigante de televisión habían sintonizado un canal de videoclips latinos y, en efecto, aparecía Bisbal meneando el esqueleto. Un portero tan raro sólo podía custodiar la entrada a un garito raro. Demasiada gente extraña se encuentra uno a diario.
Al día siguiente tomábamos una caña en una cafetería de Alonso Martínez. Un lugar de ventanales muy amplios. Junto a una de esas ventanas, sentadas a una mesa, había tres mujeres, tomando café. Al otro lado del ventanal, en la acera, se paró un viejete desdentado y desaseado. No supe muy bien si estaba loco o si era un indigente, o ambas. Se detuvo al otro lado del cristal y, con sonrisa verde, maliciosa y sicalíptica, se dedicó a mirar el escote de una de las mujeres y, creo, a relamerse un poco. Una situación grotesca. Las mujeres se dieron cuenta, pero el hombre no se iba, pegado al cristal, y para colmo hizo un gesto con la mano, de adelante hacia atrás, para expresar el acto de masturbarse. Gente muy extraña. Al día siguiente, en una sala de cine de Montera, en cuyas esquinas no faltan las fulanas y sus chulos, nos tocó en la misma fila un tío que estuvo hora y cuarto merendando y haciendo ruido con las bolsas: latas, hamburguesas, de todo. Hora y pico comiendo. Me pregunto por qué no fue a merendar a los jardines del Retiro. Se encuentra uno con gente rara a diario.