Estaba dando un repaso a los canales de televisión, con la esperanza de que pusieran algo decente, y vi el anuncio de un telefilme cuya protagonista femenina me resultaba familiar. Pero no supe identificarla. Me dijeron que era Lara Flynn Boyle y que estaba cambiada. Que se había hecho algo en la cara. Yo dije que era imposible, pues considero a esa actriz una de las más bellas y morbosas del cine contemporáneo y esta otra sólo se le parecía en la sombra. Al día siguiente pusieron el telefilme de marras y lo encontré al hacer zapping. Tiene un aire, sí, pensé, pero es imposible que sea la misma mujer. Busqué en internet la programación televisiva y comprobé, sorprendido, cuanto temía: la mujer del rostro hinchado y neumático era Lara Flynn Boyle. La pobrecilla, que en tiempos tuvo loco de amor y sexo al mismo Jack Nicholson, se ha operado la cara por completo. El tinglado de siempre, que afea a las mujeres de Hollywood adictas a la cirugía estética: colágeno en los labios, pómulos realzados, desaparición de las arrugas, bótox. Toda esa mierda. Un auténtico desastre. Lara Flynn Boyle tiene dos años más que yo y, hasta hace poco, parecía diez años más joven que quien esto escribe. Hoy, tras los implantes, parece una década mayor que yo.
Y así es como se pierden las actrices de Hollywood. Supongo que lo hacen por consejo de sus agentes, quienes les dirán que deben rejuvenecer para facilitar el acceso a los papeles de jovencitas (los únicos que existen en el cine comercial americano) y porque, en la actualidad, en el sistema de estudios y de estrellas, las actrices que superan los veinte años de edad son consideradas viejas. No ocurre así con los hombres, y por eso siempre emparejan a actores de sesenta años con chavalas de veinte, pero nunca al revés, salvo algún caso aislado (recuerdo, ahora, los amores volcánicos de Susan Sarandon y James Spader en “Pasión sin barreras”). Es una pena. Todas estas actrices antaño preciosas y que hoy se operan la cara ya sólo podrían entrar en el reparto de un filme de monstruos de la Universal, sin necesidad de maquillaje y haciendo ellas mismas de criaturas de rostro imposible. Ahora nos resultan difíciles de mirar. ¿Qué me dicen de Meg Ryan? Se puso labios de muñeca hinchable y parece como si se le hubieran atragantado dos salchichas de Frankfurt en la boca. Si yo fuera una de esas chicas preciosas, al salir del quirófano y comprobar que han convertido mi cara en la de una joven viejuna, le partiría la crisma al cirujano. A mí estas cosas me revientan porque se me caen los mitos, porque dejo de rendir culto a las actrices que admiraba y ya no puedo disfrutar de sus interpretaciones sin imaginar el flujo de colágeno que corre por debajo de sus pellejos. ¿Cómo demonios es posible que la cara bonita de Lara Flynn Boyle parezca ahora la de un boxeador retirado? Los cirujanos de Los Ángeles cogen a una chica guapa y te devuelven a Poli Díaz.
Que nadie me diga que Demi Moore es más atractiva ahora que cuando rodó “Ghost” o “Lío en Río”. Antes era una muñeca dulce, y hoy parece un camionero con tetas de silicona (véanla en “Striptease” o en “La teniente O’Neill”). Busquen por ahí el cartel de “The Women”, el remake moderno de “Mujercitas”, y asómbrense de la mezcla de cirugía y PhotoShop que muestran las caras de las actrices reunidas. Sólo se salva esa diosa hispana llamada Eva Mendes. Esperemos que jamás la tiente el bisturí. Quedan pocas sin pasar por quirófano. Por eso me encanta la belleza saludable y natural de Marisa Tomei, Susan Sarandon o Julianne Moore. Y pasan de los cuarenta. La arruga es bella. Pero no el colágeno.