Sólo ahora me apetece contarlo, casi un mes después de que sucediera. Desde la distancia. Pero en realidad todo comenzó el año pasado, con una fuga de agua en la ducha de casa que provocó una gotera en el piso de abajo. La vecina nos mareó un día sí y otro también para que llamáramos a alguien que lo arreglase. Llamábamos y el tipo decía que sí, que enviaría a una persona. Esa persona jamás aparecía. Cuando por fin lo hizo, repararon la gotera. Pero la humedad en las casas es como una lepra, suele dejar secuelas. Desde aquel problema, con una periodicidad semanal, descubría con espanto a alguna cucaracha pequeña paseándose por el suelo de la ducha. Siempre me preguntaba: “¿De dónde demonios salen?” Una aparición por semana, más o menos. O cada dos semanas. Me convertí en un diestro matón de cucarachas. No le di importancia. Hasta que, una noche, vi en el cuarto de invitados otro ejemplar pequeño. E hice mis sumas: dos y dos son cuatro. Entre la ducha y el cuarto median un tabique y un armario empotrado. La aparición de los bichos sólo podía obedecer a una causa: la humedad, que había resquebrajado las paredes, facilitando así la entrada de los insectos.
Me lo comentaba un amigo: el hombre vive junto a las ratas, las arañas y las cucarachas; están al otro lado de la pared, o debajo de nuestros pies. Pero no las vemos. Salvo si se abren grietas. Hace un mes entré, de noche, en ese cuarto donde suelen dormir los invitados: amigos y familiares. Al ir a bajar la persiana, descubrí en la pared una cucaracha del tamaño de un elefante. Imaginen mi espanto. Se me erizaron los pelos del cuerpo. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal. No es broma. En mi escala de valoración de animales, los gatos están en la cumbre, en el cielo de la pirámide, y las cucarachas abajo del todo, en el infierno. Las odio y las aborrezco con la misma intensidad con la que amo a los felinos. Lo primero que hice fue escapar de la habitación, cerrar la puerta, inspirar y expirar y mentalizarme un poco. Tras tomar aire y asumirlo, cogí una escoba y regresé a la caza. Años atrás hubiera errado el golpe. Pero ahora soy infalible, un cazador experto de cucarachas. Un exterminador. Visto el ejemplar, pensé en “Aliens”: si hay una madre inmensa, bajo la alfombra tienen que estar las crías. Abrí el armario. A simple vista no se veía nada. Busqué una linterna y me dediqué a escudriñar los rincones más accesibles. Y allí estaban las pruebas. Cientos y cientos de pequeños huevos negros. Asqueroso. La cuca madre se había colado por algún lado, y dedicaba su tiempo a llenar los escondrijos con sus larvas.
Ese instante marcó el inicio de mi pesadilla personal. Durante varias noches dormí mal. Tardaba en conciliar el sueño y éste se poblaba de pesadillas con bichos. Perdí el apetito, comía poco y con desgana, angustiado por el asco. Pero no me crucé de brazos. Al día siguiente del hallazgo compré un bote grande de Cucal, una aspiradora y varias trampas y cebos para cucarachas. Limpiamos hasta el último rincón del piso. Descubrí el lugar por donde se colaban: la humedad había ablandado la pared de detrás del armario y la madera se había abombado en algunos puntos, permitiendo la apertura de grietas por donde entraron las intrusas. Me echaron una mano, claro. No hubiera podido hacerlo solo: demasiada repulsión. Sellamos las grietas y agujeros, colocamos los cebos, pasamos la aspiradora, lavamos la ropa, tiramos cosas viejas, reordenamos los estantes, gaseamos varias veces al día aquel cuarto y casi toda la casa. No he vuelto a ver ninguna. Pero, como en todo piso, sé que estarán ahí, al otro lado, en las tripas del edificio. Sólo hay que evitar su entrada.