En algunos bares entras saludando y nadie te responde. Al acercarte a la barra, claro, no antes. Dices hola a los camareros jóvenes y su respuesta es el silencio o el ninguneo. Tardan un rato en atenderte. Te ignoran. Cuando pretendes pagar, hay que llamarlos varias veces. “¿Me cobras?”, dices. El chico o la chica te miran y asienten. Pero no hacen nada, salvo atender a otra persona. “¿Me cobras, por favor?”, insistes. A la tercera, o por ahí, se acercan con desgana y te dan la factura. Una de dos: o les asquea su trabajo o les asquean los clientes. Esto me sucede a menudo en distintos garitos, pero sobre todo en uno de la calle Argumosa, en Madrid, del que no voy a decir el nombre para no afearlo. A nadie le gusta pagar. O sea que imaginen lo que supone insistir para hacerlo. Yo tengo un colega que, hace años, cuando tardaban en cobrarnos en los bares o no nos hacían ni caso, optaba por el “SinPa”, esto es, irse sin pagar la cuenta. Y además lo decía en voz alta: “Bueno, pues si no quieren cobrarnos, nos vamos”. Y se iba. Nadie se lo reprochaba porque los camareros estaban a uvas. Otro de mis amigos, cuando éramos adolescentes sin una peseta en la cartera, tenía otro método. El camarero iba a cobrarle, él simulaba que se le caían las monedas de la cartera y, con la copa en la mano, se agachaba y se daba el piro a gatas, pasando entre el bosque de piernas del local hasta la salida. Todo esto que cuento es verdad y a veces lo recordamos cuando estamos juntos, quiero decir los amigos de entonces.
Por eso me gusta entrar a una taberna de Huertas que se llama Venta El Buscón. Los dueños son los mismos de otros locales de esa zona: La Soberbia y La Alhambra. De los tres, mi preferido es el primero, que además gasta nombre literario: El Buscón. Quien no haya leído “Historia de la vida del Buscón” de Quevedo, que abandone ahora mismo la lectura de este artículo y ponga remedio. Es un libro inolvidable. Mis amigos y yo nos aprendimos algunas frases y expresiones y luego se las soltábamos a la gente, cuando estábamos en El Quinti, ya muy remojados en vino y dándole tientos largos al zaque. En El Buscón, en cuanto asomas la nariz por la puerta, y cuando aún no has metido el cuerpo entero en la tasca, los camareros te divisan y, hagan lo que hagan, ya sea servir una caña, atender una mesa o poner un chato y una ración de queso, siempre te dicen hola y dan las buenas tardes. Lo dicen en voz alta: “¡Hola, buenas tardes!” Esto se agradece mucho. No te ha dado tiempo a entrar y ya te están saludando ellos. Pero cuando te aproximas a la barra lo repiten. Sonríen y saludan. Una escena muy diferente a la que se vive en otros sitios.
Los camareros del garito son todos varones y de distintas razas: he contado blancos, negros y moros, y no sé si me olvido de algún color. Manejan idiomas y los guiris se van de allí muy satisfechos. La otra tarde entró una familia de franceses. Uno de los camareros, creo que árabe, salió de la barra y conversó con ellos en su idioma. El moreno lo hablaba con soltura. El padre, encantado, le hizo una pregunta retórica: “Ah, parlez-vous français?” Por si fuera poco, siempre acompañan la caña de alguna tapa que levanta el ánimo y el apetito. A mí suelen servirme morcilla ibérica curada, con pan tostado. Un buen platillo para acompañar la cerveza. A veces le preguntan a uno con qué tapa prefiere que le obsequien. ¿Queso, morcilla, cecina? Hay otro garito magnífico cerca de allí, no sé con exactitud dónde, ya que en Huertas me muevo por intuición. Pides una tosta, caliente o fría, y te ponen casi media barra de pan. Con una de ellas quedas cenado y a uno lo tratan con educación. Así debe ser.