Dado que el viernes fue día festivo en Madrid, hicimos una escapada a Sanabria. Nuestra intención era salir de la ciudad en torno a las seis de la tarde del jueves y pisar territorio sanabrés unas cuatro horas después, a las diez de la noche. Pero la Ley de Murphy siempre está ahí para desbaratar los planes. Ya saben: si algo puede salir mal, saldrá. La maldita ley. Salimos de Alameda de Osuna, o sea, casi a las afueras de Madrid y cerca de Barajas. Yo tenía que estar allí a las seis. Y, para llegar a esa zona, primero debía subir al metro y cruzar media capital. Calculé una media hora de trayecto, más o menos.
Intenté tomar el metro a las cinco y cuarto de la tarde del jueves, pero los preparativos hicieron que me retrasara unos diez minutos. Para quien no viva en Madrid, explico cómo llegar desde Lavapiés hasta Alameda de Osuna: hay que tomar la línea amarilla y hacer un trasbordo en Callao, donde se coge la línea verde que le lleva a uno directamente a Alameda, final de dicha línea. Muy sencillo. En Callao, donde me reenganché a la línea verde, el tren tardó varios minutos en cerrar sus puertas y ponerse en movimiento. Me pareció raro porque es frecuente que los trenes se detengan muy poco tiempo y la gente que acaba de entrar en el andén tenga que correr para alcanzarlos antes de que las puertas cierren. Suele suceder que, cuando se tiene prisa, parece como si el metro conspirara contra uno y lo arrastrase a una marea de retrasos, averías e incidencias. En la siguiente parada, Gran Vía, se abrieron las puertas del tren, el personal entró y salió y allí nos quedamos. Varios minutos después la gente empezó a resoplar, a mosquearse, a asomar la nariz fuera del vagón. Nadie decía nada por los altavoces. El conductor no salió a contarnos lo que pasaba (y lo suelen hacer: lo he vivido). Algunos pasajeros consultaron su reloj y abandonaron el vagón y el andén. Unos minutos más tarde varias personas se acercaron a hablar con el maquinista. Otras consultábamos los planos de metro, para encontrar vías secundarias y alternativas. El problema es que las últimas siete estaciones de la línea verde no se cruzan con otras líneas. Escuché a una señora quejarse del conductor. A otra, protestar porque no nos decían nada. Decidí ganar tiempo y tomar esas vías secundarias: ir por otras líneas que me hicieran desviarme de la verde para luego pillarla más adelante. Eso supuso un viaje entre dos estaciones y un trasbordo, y de nuevo otro viaje y otro trasbordo. Al llegar al próximo punto de cruce con la línea verde, anunciaron por los altavoces que, debido a las incidencias, interrumpían el servicio entre esa parada y la siguiente. Tuve que salir de allí y entrar en otra línea, que me conectaría con el siguiente punto: la estación de Gregorio Marañón, para meterme en la línea naranja, que cortaba a la verde unas cuantas paradas después (en Pueblo Nuevo). Así lo hice y llegué a Alameda de Osuna una hora y media después de salir de casa.
Aquello supuso un retraso de más de una hora, porque me tocó caminar unos minutos hasta la calle en la que habíamos quedado. Salimos de Madrid. No se pueden imaginar la cantidad de tráfico que encontramos en dirección a la carretera de La Coruña. Como si todos los residentes en Madrid nos hubiéramos puesto de acuerdo para abandonar la capital a la misma hora. Después de Rueda, otro incidente: la carretera estaba en obras y redujeron la circulación a un único carril. El atasco duró unos sesenta minutos. Llegamos, por fin, a Sanabria, a las doce y media de la noche. Me sentí igual que si hubiese atravesado el país entero.