lunes, noviembre 05, 2007

Y eso es lo que importa

Me topo con historias alrededor del mundo de la literatura y de la industria editorial que me obligan a considerar todo esto un pozo de podredumbre, de intrigas, de traiciones, de intereses, de enchufes, de modas. De algunas de ellas soy testigo directo. Otras, en cambio, me las cuentan y me piden que guarde silencio, que esconda el secreto bajo la alfombra, que me abstenga de crear problemas y conviva con la historia sin podérsela contar a alguien. Y luego están las restantes, las que no hace falta que nadie nos cuente porque las vemos en los medios de comunicación: grandes premios amañados, libros publicados por ex presidentes y por hombres y mujeres que trabajan en la tele y de los que tenemos indicios suficientes para sospechar que sus páginas las han escrito (o preparado) otras personas. En cualquier caso, el mundillo apesta. Lo digo yo y me lo dicen muchos poetas y escritores. De esta mierda nos salva sólo una cosa: ese momento del día en que, procurando olvidar estos tejemanejes, uno abre un libro y se pierde en sus páginas, y entonces todo da igual; se olvida de esos asuntos turbios y se sumerge en la lectura. Hoy, por fin, puedo contar una de esas historias. Lamento de veras que no esté completa: la protagonista de la misma se la contó a una persona que conozco, y ésta última me la relató a mí, y me han dado permiso para escribir sobre ella, siempre que no dé nombres. Y eso es lo que voy a hacer. A pesar de esa falta de nombres (yo mismo desconozco, por ejemplo, a qué editorial se refieren), esta pequeña anécdota explica dos cosas: que la industria editorial hiede, y aquí estamos generalizando; y que aún quedan personas, muy pocas, dotadas de valores morales, de honradez y rectitud, incapaces de venderse.
Una autora, llamémosla Y, escribió una novela. Una novela que, al parecer, está en esa línea vanguardista que se ha vuelto muy popular ahora. Tras sus contactos con una editorial, llamémosla X, le aceptan el manuscrito. El editor quiere publicarlo. Es su apuesta para competir con los libros vanguardistas de los autores jóvenes. Es, quizá, el as que se ha guardado en la manga. Pero pasan algunos meses. No hay contrato entre ambas partes, de momento. Sólo hay un trato “apalabrado”, como se suele decir. La autora y su novela constituyen, en principio, su apuesta personal. Entonces, un día, le dice que las cosas han cambiado. En X le dicen a Y, la escritora, que no pueden publicar su libro. Supongo que será por los riesgos derivados de la edición y los costes de la publicidad y de la distribución. No pueden publicarlo, salvo si logran amañar un premio para que este premio amañado recaiga sobre su novela y, de ese modo, la institución responsable costee la edición. Ahora, antes de seguir, piensen en todos esos autores de los premios concedidos a dedo, de los galardones y medallas que se reparten entre cuatro amigos y entre algunos empresarios. Cualquiera de ellos lo aceptaría. Se guardarían los escrúpulos y los reparos morales en la cartera y, hala, a ganar fama y fortuna. Cualquiera de ellos diría que sí con los ojos cerrados.
La autora dijo que no. No le interesa publicar así. Tras su negativa vinieron la tristeza, la decepción, la posibilidad de abandonar la escritura, que tantos disgustos acarrea. Pero ella dijo que no. Y eso es lo que importa en esta historia verídica. Que no se vendió. Que no aceptó publicar mediante chanchullos. Que se mantuvo firme. Que sus valores morales están a salvo. Si todos hicieran lo mismo, la literatura española sería muy diferente. Aplaudimos su decisión. La autora no sólo se merece publicar el libro. Se merece una medalla. Quedan pocas personas con su rectitud.