Ayer fue fiesta en Madrid. La víspera de esa fiesta, es decir, el jueves, hubo un accidente en el metro. Por lo general, en laborables y a medianoche no suele haber muchos pasajeros en los andenes. Supongo que, al ser fiesta al día siguiente, había más personal viajando en los vagones de este transporte. Ya es coincidencia. Que haya un accidente justo la víspera de un día de fiesta, cuando más gente deambula por ahí. Personal que sale del cine o del teatro. Que regresa de tomarse una copa o que se dirige a otro distrito para darse un garbeo por los bares. El accidente ocurrió, según leemos en los periódicos, a las doce y media de la noche. En Sol, que probablemente es la parada de metro donde se junta más gente de toda la ciudad. Un tren acababa de cerrar sus puertas, tras la subida de los pasajeros. Otro tren, que iba vacío y cuyo conductor acababa de saltarse un semáforo en Tirso de Molina (la parada que me queda un poco más arriba de casa), lo embistió por detrás. El resultado: alrededor de veinte heridos. Y afectados psicológicamente, o traumatizados, o como quieran llamarlo. Es lógico: regresas a casa y sientes un gran impacto, y hay chispas y pánico y te golpeas contra una barra. Lo que más afectará a los nervios es creer que se trata de un atentado terrorista. Nos metieron ese miedo en el cuerpo y no nos abandona por completo.
Cuando uno va en el metro, cada vaivén del vagón en las curvas puede mandarlo a la otra punta, si no se agarra o si no sabe mantener el equilibrio. Yo no sé mantener el equilibrio, de modo que por eso siempre alargo la mano para sujetarme a alguna barra. A veces, un meneo te hace darte contra la puerta, o contra el pasajero que va a tu lado. Podemos imaginar ahora cómo sería el impacto, la embestida del tren de la otra noche. Leemos que el tren que llevaba pasajeros iba en dirección a Plaza de Castilla. O sea, línea azul o línea uno. Es decir, que su próxima parada era Callao, y luego Gran Vía, y más tarde Tribunal, y luego Bilbao. Hacia la zona de marcha de Malasaña. Digo esto porque es una línea que cojo a menudo. Cuando quedo con los amigos a la salida de metro de Bilbao, o en algún garito de Malasaña, o algunas tardes, cuando voy a las librerías próximas a la Glorieta de Bilbao. Después de leer la noticia le doy vueltas al asunto. Porque aquella noche decidí no salir. Tenía demasiadas tareas que hacer el viernes por la mañana. Y cada vez salgo menos en esta ciudad.
Justo a la hora en que se produjo el accidente, las doce y media, acabábamos de ver una película que se me escapó en los días de su estreno: “Más extraño que la ficción”. Una historia deudora de “Niebla” y Unamuno, en la que un hombre corriente con una vida corriente descubre una mañana que él es un personaje, y que oye una voz en su cabeza, que no es otra que la voz de su narradora, quien planea matarlo al final de la historia. Y esa película me hizo reflexionar durante un rato. Pero las reflexiones no tenían origen en esa línea que el filme establece entre la realidad y la ficción, sino en un accidente que sufre el protagonista. Tiene un accidente porque, al principio de la película, las agujas de su reloj se detienen cuando espera al autobús. Le pregunta la hora a un tipo y se la dice y él ajusta el reloj. Pero al final descubrimos que el individuo le dio mal la hora, pues su reloj atrasaba tres minutos. Y esos tres minutos de retraso cambian su vida, y esos tres preciosos minutos marcan su camino hacia el accidente. Da escalofrío pensarlo, pero así es la vida y sus caprichos. Seguro que quienes se vieron involucrados en el accidente del jueves no dejan de plantearse cuestiones similares. Si hubieran ido al metro dos o tres minutos más tarde.