Un hombre intenta guardar todas las botellas de vodka que acaba de comprarse. No caben en el frigorífico y, entonces, busca otros lugares para ellas. Llaman a la puerta. Es la vecina, quien le pide ayuda para que su hijo se vaya a la cama. Otra vez. Él entra a ver al muchacho, que permanece mudo cuando aparece. Obediente y asustado, el chico se va a la cama. Unas páginas después sabremos que Kostia, el protagonista y narrador, se quemó la cara en la guerra de Chechenia. Por eso asusta al niño.
Dos de sus compañeros de aquella contienda acuden a buscarlo a casa. Un cuarto amigo ha desaparecido y quieren encontrar su paradero. Esa búsqueda se convierte, para Kostia, en un viaje al pasado: su mala relación con su padre, el día aciago en que se quemó en un tanque, su infancia y aquel profesor que tuvo, siempre muerto de sed de vodka. Kostia también tiene sed, pero no sólo de vodka: sed de reconciliarse con el mundo, de aceptarse a sí mismo. Uno de los pasajes más admirables del libro es aquel en que el narrador, que suele dibujar su entorno, empieza a dibujar a sus compañeros de guerra, no como son ahora, sino como hubieran sido de no perder una mano o una pierna o de haber tenido otra vida.
A la editorial Tropismos no se le presta la atención que merece. Y eso que cuenta en su catálogo con un puñado de autores notables: Richard Bausch, Ken Bruen, David Mitchell, Jim Shepard, etc. Guelasimov no les va a la zaga. Es uno de esos autores rusos contemporáneos que van al grano, capaces de contarnos una historia como ésta, plena de hallazgos, en poco más de cien páginas.