Reconozco que salí estremecido del documental “Tierra. La película de nuestro planeta”. Tuve la oportunidad de verlo el martes pasado, en uno de esos pases matutinos para la prensa en los que suelo ser uno de los pocos espectadores que no acarrean el lastre de una cámara de fotos o de televisión. Salí estremecido, golpeado, casi con lágrimas en los ojos. Estremecido por tanta belleza, golpeado por las imágenes de un planeta que saqueamos y desgastamos, casi con lágrimas en los ojos por saber que un día seremos reducidos a la nada, a polvo: los animales, los humanos, el ecosistema. Todo. Al final de la proyección hubo una rueda de prensa con uno de sus directores, Alistair Fothergill. El otro es Mark Linfield. Pero yo no me quedé. Cuando salía de la sala, entraba Fothergill, seguido por unos cuantos reporteros. En otras circunstancias me hubiese gustado darle las gracias por su documental, que, me parece, es la versión para cines de la serie “Planeta Tierra”, que ellos mismos rodaron.
“Tierra” recorre nuestro planeta durante un año. La historia (real) comienza en el norte, y mes a mes prosigue hasta llegar al sur. Un viaje asombroso desde el Ártico hasta la Antártida, a través de océanos y continentes. A través de las vidas de unos cuantos animales, siempre en la cuerda floja. Cambios de estaciones, costumbres de los cazadores, huidas de las presas, migraciones de aves. No sale ni un hombre en el documental, ni falta que hace. Fothergill y Linfield han conseguido rodar escenas que hasta ahora no se habían visto. Por ejemplo, el salto de un gigantesco tiburón blanco: en los aires engulle, de un bocado, a una foca. Una imagen terrible, pero a la vez llena de belleza, y que los directores nos enseñan a cámara lenta. O el ataque nocturno de los felinos a los elefantes. O dos lobos muertos de hambre, en pos de una manada de caribúes. La película aborda el delicado equilibrio de las especies, siempre en busca de alimento y de agua y de regiones menos inhóspitas y de climas menos rigurosos. Una osa que busca comida junto a sus cachorros. Una ballena jorobada que, al lado de su cría, busca el preciado plancton. En algunas secuencias, los directores muestran el juego del cazador y la presa. Normalmente, cuando vemos en los documentales de televisión uno de esos momentos cruciales para la supervivencia de las especies, en los que un león persigue a un cervatillo, los espectadores deseamos que este último se salve. Porque en esos documentales el felino sale como el malo, y el cervatillo como el bueno. Fothergill y Linfield, en cambio, no nos meten cuentos de hadas, sino la vida real. Nos dicen algo así, a través de las imágenes y de la elegante voz del narrador (el actor Patrick Stewart): si el felino no caza a su presa, se muere porque en esa región escasea el alimento; si la presa no se libra, muere otro cachorro. En algunos casos, el cazador (el lobo) logra su objetivo, y no perece. En otros, el cazador (el oso polar) no logra su objetivo, y cae exhausto y agonizando, mientras la manada huye.
Hacia el final de la cinta, tras viajar con numerosas especies y asistir a sus padecimientos y a sus peregrinaciones en busca de agua y comida, unas breves palabras nos conciencian sobre el cambio climático. Es una nota de advertencia y esperanza. Fothergill ha dicho: “No queremos que se lance un mensaje negativo. Es verdad que tenemos que cambiar nuestra conducta, pero aún no es demasiado tarde para cambiar”. Junto a las imágenes saturadas de esplendor debemos destacar la partitura de tonos épicos de George Fenton. Me parece que “Tierra” se estrena el próximo fin de semana. Debería verse en los colegios, como “Una verdad incómoda”.