Aunque lo haya contado algunas veces lo repetiré, y lo seguiré diciendo hasta que me canse. Complace sobremanera volver el fin de semana a Zamora. Cuando tengamos el tren de alta velocidad espero ir con más frecuencia, no sólo una vez al mes. Da gusto volver y agotar la noche. Bajar en diez minutos hasta la zona de bares, y hacerlo andando. Volverse a casa también a pata, y no emplear en el regreso mucho más tiempo, olvidándose del metro, del autobús, del taxi, de las largas caminatas a pie. Probar las tapas y las raciones de otros bares en los que nunca había cenado: El Motín de la Trucha, San Andrés, Los Abuelos V. Tapas y raciones que hacen que a uno casi se le salten las lágrimas. Enjundiosas, originales, muy sabrosas. Ir a casa de algún amigo y tardar poco en llegar. Ir a todos los sitios andando.
Pasarse horas en el Ávalon, sumergido en su ambiente amistoso y en su decoración náutica, pero algo de esto ya lo dije ayer. A cada paso, encontrarse a un colega, a un amigo, a un conocido. En los bares, en la calle, por ahí. Eso logra que la noche sea más calurosa, que nos sintamos cómodos. Uno sabe que, si sale de copas, no tardará en encontrarse con caras conocidas. Se suceden los encuentros y, además, la gente me dice que me lee, y no sólo me dice eso, sino que me lo demuestra con ejemplos. Y eso empuja a uno a que se sienta un poco querido en su tierra, a pesar de los enemigos, que también los hay, aunque son endebles. Anécdotas, chistes, historias, esbozos de lo que es la vida de cada cual. Porque eso es, en el fondo, lo que significa salir de farra: entablar conversaciones, establecer contacto, echarse unas risas, ver a los amigos, apurar la madrugada, divertirse un rato, oír buena música. También hay alguna desventaja. El sábado, a última hora, y cuando el cansancio ya se hacía un hueco en el cuerpo, me convencieron para ir a un garito lleno de ruido (me refiero a música mala, a chunda-chunda y eso) y de furia (tipos hoscos de ceño fruncido y cogote mostrenco). La clase de garito en el que te preguntas qué haces allí, y por qué no te vas a la cama si el ambiente no te satisface y la música tampoco. Efectivamente: poco después de hacerte esas preguntas, le pones el cierre a la noche y te vas a dormir.
Pasear por la ciudad y advertir cómo va cambiando sin que te des cuenta. Comercios nuevos y comercios cerrados. Rotondas de reciente inauguración. Calles en obras. Un frío brutal al que ya no estamos acostumbrados quienes vivimos en Madrid, porque aquí nunca se alcanzan las temperaturas de mi provincia. Un frío que te entra en los huesos unos kilómetros antes de entrar en la ciudad y que, probablemente, no te abandonará hasta que te marches. Hablar con la gente de lo que habló todo el mundo la semana pasada: la agresión de un fulano tarugo, machista, atontado y racista a una chica en el tren de Barcelona. Y decirles que sí, que al tipo habría que encerrarlo y todo eso, pero que a diario ocurren cosas iguales o peores, actos violentos, machistas, xenófobos, y asesinatos y violaciones, pero que no alcanzan transcendencia en los medios por una sencilla razón: porque carecemos de imágenes. Es la imagen (la foto, la grabación de las cámaras de seguridad, el móvil, el tipo que estaba grabando desde su casa) la que permite sacudir a la ciudadanía, la que da la vuelta al mundo. Y esto no lo digo yo, me lo dijo un amigo mientras conversábamos la noche del sábado. Yo buscaba respuestas y me las dio él. Si falta la imagen, poco podemos hacer. Porque les recuerdo que hay chicas que han recibido palizas por parte de quienes defienden la ideología nazi. Pero nos faltaba la foto, claro. En fin, la noche zamorana es un lujo.