Una noche estábamos cenando en casa de uno de mis primos. Entre otras viandas, había una ensalada de tomates en la mesa. Mi primo se los había comprado a un vendedor ambulante, no recuerdo si en tierras de Zamora o de Salamanca. Sí recuerdo que estaba feliz de haberse encontrado a uno de esos hombres viejos con las manos de esparto, la boina o el sombrero en la cabeza y miles de arrugas en el cogote, uno de esos campesinos que se colocan a la entrada de los pueblos y ponen la mercancía en la acera. Su mercancía suele consistir en cebollas, melones y sandías, lechugas y tomates, perejil fresco. La gente compra poco ahí porque prefiere la odiosa asepsia de las frutas y verduras de supermercado, esas que vienen en bandejas envueltas en celofán. En mi barrio yo compro en una frutería hindú, donde las frutas y las verduras van madurando lentamente, e incluso por algunos cajones empiezan a merodear las moscas y otros insectos. Pero la fruta, al menos, tiene cierto sabor.
En un momento dado de la conversación, tras contarnos mi pariente su feliz encuentro con el agricultor y comprarle un poco de todo (y a precios muy baratos), dijo que ya era prácticamente imposible encontrar tomates que supieran a tomate. Que supieran de verdad al tomate que comíamos de niños. Un sabor profundo, que al morderlo se te mete hasta los ojos, que surca el interior de tu organismo hasta formar una explosión de sabor y frescura. Una orgía en el paladar. Pues bien. Dijo que esa orgía, que esos tomates con sabor auténtico ya no existían, o sólo era posible encontrarlos yendo a los pueblos y comprándoselos a los agricultores por una miseria. Pensé en ello mientras continuábamos cenando y charlando de esto y de aquello. Tenía razón. Mi primo tenía razón, pero hasta entonces no me había parado a pensarlo. Los tomates de hoy, por lo general, no saben a nada. El sabor se lo proporcionan la sal, el aceite y el vinagre. El pimentón y el orégano. Hubo un tiempo en que podías comer un tomate sin echarle sal, ni nada, sin siquiera partirlo con un cuchillo. Comértelo a mordiscos, como si fuera una manzana. Y era un festín para la lengua.
Partimos de los tomates, de ese sabor casi perdido que sólo se puede hallar acudiendo a la huerta de un hombre que viva en un pueblo, pero esto se puede aplicar a otros muchos alimentos. El pollo, por ejemplo. Lo echas en la sartén y, a los cinco minutos, ha soltado cien litros de agua. No sabe a nada. Tenemos que darle algo de alma echándole aderezos. Nada que ver con uno de esos pollos de corral, de carne sabrosa y profunda. En una ocasión, un amigo nos invitó a comer en la finca de sus padres, en un pueblo de Zamora. Él mismo acababa de recoger del huerto los materiales para la ensalada: cebolla, lechuga, tomate. ¡Y qué ensalada, amigo! No hacía falta excederse con el aceite de oliva para disfrazar la ausencia de sabor. Nada de eso. Cuando era adolescente me gustaba meterme a hurtadillas en algún huerto y mangar fruta de los árboles: peras, manzanas, melocotones. Mis tías me echaban la bronca por esos hurtos de chiquillo, y luego se comían algunas de esas peras y manzanas. Sé que aquello no estaba bien, pero el sabor de esos frutos no podía compararse al de los productos comprados en las tiendas o en los supermercados. Hoy, en cambio, todo lo que uno compra carece de sustancia. Las mejores ciruelas pasas que he comido en mi vida las probé en Fermoselle. Las mujeres las ponían a secar en los patios. Estaban llenas de excrementos de mosca y de ramitas, pero sabían a paraíso. ¿Las ciruelas pasas que venden en cajas? Eso no son ciruelas, oiga. Eso son gominolas.