Algunas mañanas, cuando bajo a la calle y me dirijo a una pastelería para comprar el pan, hay lío en la plaza. Mientras camino, veo lo que sucede. La última vez estaba la policía por allí. Uno de los agentes trataba de mediar entre dos hombres. Eran dos de los alcohólicos del barrio, ya me conozco sus historias y sus andanzas, que casi siempre son las mismas. Uno de ellos, el de más edad, increpaba al otro. Los he visto beber juntos miles de veces, y compartir el banco y una botella, pero ese es el problema con la bebida, que llegados a un punto etílico los ánimos estallan y cada hombre puede ser explosivo. A voces, el de pelo cano le decía al otro que estaba harto de él. Juraba que iba a matarlo. Soltaba improperios, le señalaba con el dedo mientras el policía intentaba que se calmase. Otro agente le preguntaba al segundo qué pasaba, y este dio su versión. No la oí. No hizo falta. Son pendencias de alcohólicos. Las razones suelen sobrar. Quizá sean chorradas. Pero ellos las convierten en deudas de honor, y luego se pegan y a veces se abren la cabeza, y tiene que acudir una ambulancia, y un coche de policía, y un par de motos. Estas amenazas jamás deben tomarse a la ligera. Es cuando se toman a la ligera cuando la gente muere y sale en televisión el vecino, o el tendero de la esquina, o la mujer que iba a la compra, y suelta aquello de: “Sí, algunos días los oí amenazarse de muerte, pero quién iba a pensar que uno de ellos acabaría cumpliendo sus amenazas”. Pues piénselo, caballero. Piénselo, porque la vida y los noticiarios nos demuestran que ciertas amenazas se cumplen.
El fin de semana anterior acuchillaron a un taxista dentro del coche. El lunes pasado le daban un hachazo a un hombre de Vallecas, con una larga lista de antecedentes policiales a sus espaldas, y dejaban el hacha clavado en la puerta de un armario, después de abrirle el cráneo con el arma. Todos los lunes topo con noticias de este pelo en los periódicos. El fin de semana, con sus ratos de ocio y de tiempo libre, fomenta los actos violentos, los atracos, los delitos de sangre. De vez en cuando les cuento lo que sucede bajo mi balcón, cómo la gente se pega puñetazos, se amenaza y cosas por el estilo. No me hace falta moverme demasiado para olfatear el hedor de la violencia. Así que cojan esas grescas que se desarrollan bajo mi ventana y tengan en cuenta que, en cada calle de mi barrio, habrá unas cuantas broncas similares. Y luego multipliquen por los barrios donde estas pendencias son habituales, y luego vayan a la periferia. Lo que se obtiene es un nivel de violencia bastante respetable. Hay un inconveniente, sin embargo, y es que en la policía miden estos actos dependiendo de las denuncias. En mi barrio ocurren un montón de cosas deleznables. Hace poco los vecinos fueron a quejarse otra vez a la jefatura, recriminando a las autoridades que no eliminaban la delincuencia, la venta callejera de droga, las peleas, los atracos, y les dijeron que, según sus estadísticas, ese tipo de situaciones había disminuido, ya que recibían pocas llamadas de denuncia.
Mis pesadillas nocturnas solían estar auspiciadas por el cine de terror y las novelas de miedo. Espacié su visionado y su lectura, y ahora, cuando tengo pesadillas, están relacionadas con la vida real. Con lo que veo. Con las noticias. Con los sucesos. Hace poco soñé que dos negros se mataban en la calle. Uno apuñalaba al otro. El herido, mientras su agresor huía, se sacaba de debajo del abrigo una escopeta y le volaba la cabeza por la espalda. Desperté afectado. Lo raro es que los personajes y el entorno eran de Madrid, pero la escena se desarrollaba en una calle de Zamora.