Salí el sábado, a presenciar esto de La Noche en Blanco. Habíamos quedado con un grupo de gente en torno a Tribunal, porque allí había conciertos gratuitos. Entre ellos, La Habitación Roja. No iba muy convencido con lo de la noche blanca. Mi intención era sortear las perfomances, que no me gustan, y evitar la asistencia a los debates literarios, que suelen ser soporíferos. No sé muy bien qué esperaba de La Noche en Blanco. Quizá ver el ambiente. Quizá darme una vuelta por ahí, echar un vistazo. Al final, estos eventos de Gallardón, el alcalde de Madrid, sirvieron principalmente para una cosa: celebrar un botellón en la calle. Me pregunto por qué esa noche estaba permitido meter ruido hasta las tantas, beber litronas en la calle, organizar conciertos nocturnos, abrir los bares hasta tarde. El resto del año Gallardón prohíbe que los jóvenes se reúnan y beban en Malasaña. Esa noche, no. Esa noche Gallardón dice que nadie duerme y se la sopla que siga habiendo vecinos viejos y gente que madruga. Lo que tendríamos que haber hecho quienes vivimos en Madrid es no haber salido aquella noche, quedarnos en casa, dejar al alcalde con el culo al aire, lograr que fracasara, hacerle una higa para que viese que no es nuestro guardián. Pero somos españoles. Y los españoles tenemos, como cima de nuestros ideales, el jolgorio, la juerga, el mamoneo, la fiesta, los actos gratuitos. No me excluyo. Nos cae mal Gallardón, pero ha organizado una noche de actividades culturales, así que no nos la perdemos.
El metro hasta Tribunal iba repleto. En el vagón íbamos apretujados y sin aire acondicionado. Salimos nadando en ríos de sudor. Nos costó varios minutos atravesar el gentío que escuchaba el concierto y el gentío que andaba por las inmediaciones, bebiendo litronas, latas de cerveza y copas preparadas en la calle. O sea, el botellón. Aquella aglomeración me recordó a la Semana Santa de Zamora, como si fuese un Jueves Santo en el que no cabe un alfiler en las calles. A posteriori me he enterado de una trifulca multitudinaria en la Gran Vía, en torno a las cuatro de la madrugada, en la que se vieron involucradas ochenta personas; hubo un par de heridos y algún detenido. Eso, al menos, es lo que cuentan los periódicos. Al poco de llegar a Malasaña empezó a llover. Como el grupo que en ese momento estaba tocando no era The Rolling Stones, plegaron velas. La gente se refugió en los bares, en los portales, en los soportales, en la entrada de los garajes. Si uno no había llevado bebidas a la calle, es decir, compradas de antemano en algún supermercado, había varias opciones para beber al aire libre: pedir en un bar y sacar la copa en recipiente de plástico; comprarle latas de cerveza a los vendedores ambulantes chinos; entrar en un bazar chino y (aunque a esas horas, pasadas las diez de la noche, está prohibido vender alcohol) rogarle que te vendiera unas botellas, que el tipo, efectivamente, vendía y colaba de extranjis, cobrando un riñón. Vi cómo un policía le requisaba un pack de cervezas a un vendedor ambulante. Le dio igual: fue a buscar otro paquete y continuó con la venta.
En las calles había demasiada gente. Aglomeraciones para entrar a los eventos, para ir en el metro, para participar en las actividades. En las aceras se acumulaba la basura de este gigantesco botellón permitido por el alcalde: vasos y bolsas de plástico, botellas de cristal, latas estrujadas, envoltorios. Nos fue imposible hacernos con un folleto de los actos. Tras estar un rato fuera decidimos ir a los bares. A beber cerveza, para que no nos endilgasen garrafón. Una noche como otra cualquiera, pero con las calles a tope y manga ancha para lo que suelen prohibir.