Volví a ponerme el traje y la corbata para acudir a la boda de unos amigos. Dada nuestra edad, asistimos a un casorio por año, de media. Ese día fue, probablemente, el más caluroso de la semana en Zamora, lo cual hizo que me asfixiara debajo del uniforme propio de estos eventos. Juro que algún día de estos aprenderé a hacerme el nudo de la corbata. Me encantan las bodas de mis amigos. Las ceremonias de los familiares no están mal, pero son distintas: y eso es porque uno no puede emborracharse ni bailar con sus colegas, sino con sus parientes. Y no es lo mismo. De adolescente odiaba esas ceremonias: me aburría como una ostra. Hasta que descubrí que, cuando se casan tus colegas y compañeros, la parranda que se organiza es brutal.
La cena y el cóctel de bienvenida fueron en el Hotel NH Palacio del Duero. No sé si ha sido el tercer o el cuarto convite al que me han invitado en este hotel que, por cierto, está situado en un entorno fascinante, junto a la Iglesia de la Horta, un sitio del que tengo buenos y malos recuerdos a partes iguales, dado que era el templo de mis abuelos maternos y eso, sin duda, trae asociadas distintas ceremonias. Tras el provechoso cóctel en el que nos sirvieron variados canapés con una presentación de lujo, entré en el edificio y pude saludar, como es habitual, a su gerente, Agustín Collazos. Agustín goza de las cualidades que hacen respetable al director de un hotel: buena presencia, amabilidad y simpatía. Nos estrechamos la mano y estuvimos conversando un poco. Me dijo que la sala donde suele haber bailes y barra libre no cerraba hasta las seis de la mañana. Allí siempre lo he pasado en grande y esta vez no fue una excepción. Allí celebró su enlace una de mis primas y allí se casaron algunos amigos míos y uno de mis primos expuso sus graffitis. De la última boda, o sea la del sábado, salí tan molido de pasarlo bien que me faltaban fuerzas para regresar a casa a pie, a las cinco y media de la mañana, así que tomamos un taxi. Por la radio del taxista escuchamos cómo desde la centralita pedían más taxis para el NH.
En todas las bodas suele haber un par de minutos en los que uno reflexiona y piensa en el tiempo pasado. Gente con la que llevas saliendo por ahí, de bares, o haciendo excursiones, o preparando fiestas y planes, de pronto se casa, se va a vivir a un piso, compra una vivienda, forma una familia, tiene chiquillos y los bautiza. Diez, quince años atrás, ni siquiera imaginabas lo que iba a ocurrir. O no te lo planteabas. Preguntas a unos amigos qué edad tiene su hijo y te dicen: “Tres años”, y no lo puedes creer. O te encuentras a un antiguo colega por la calle y piensas que su bebé tendrá seis meses y resulta que no, que tiene ya un año. Sabes que el tiempo pasa muy deprisa, pero no esperabas que fuera todo tan rápido. No das crédito. Ahora, en algunas reuniones, en algunos viajes, a la pandilla se suman los bebés de los amigos. Años atrás no hubieras imaginado que le prestarías atención a un bebé y ahora descubres que sí, que eres capaz de comunicarte con ellos aunque todavía no hablen y que incluso es divertido. El tiempo nos da tantas lecciones que por esa razón la vida siempre es una continua sorpresa. Quienes se casaron, por cierto, son Daniel González y Maika Rodríguez. Los menciono porque los aprecio mucho. Son dos grandes colegas con quienes siempre he gozado de buena sintonía. Estuvieron una temporada por ahí, viviendo y estudiando y trabajando en otras ciudades, pero han vuelto a vivir en Zamora, una ciudad que les encanta. Como diría un abuelo cebolleta: parece que fue ayer cuando éramos chavales que jugaban un quinito en La Cooperativa y hoy estamos de boda.