Se queman las Islas Canarias. Viajé en un par de ocasiones a Tenerife, hace unos años: primero para ir a visitar a un amigo y pasar allí una semana, más o menos; después, para asistir a la boda de ese mismo amigo. Todo paraje que arde nos provoca una herida en el alma, pero es más dolorosa si conocíamos el lugar en cuestión. El sábado pasado, en Zamora, asistí al bautizo de los hijos de ese amigo, que ya no vive en Tenerife, sino en Madrid. Entre los invitados estaban unos cuantos canarios a los que habíamos conocido durante las celebraciones de aquella boda. Vinieron a pasar el fin de semana a nuestra ciudad y creo que se llevaron una grata impresión, aderezada de cenas en restaurantes, comidas en bodegas, trayectos en piragua, estancia en una casa rural con piscina, etcétera. Estos días, esos mismos canarios han vuelto a una tierra agostada por el fuego, Tenerife, que arde y ha provocado la evacuación de más de cuatro mil personas. Mi amigo se casó con una canaria, y tuvieron hijos, y ahora los familiares de ella, a quienes volví a ver en mi tierra, deberán soportar el llanto y el desconsuelo de ver los parajes tinerfeños envueltos en llamas.
La primera vez que estuve en Tenerife me alojé durante una semana en un pueblo, cuyo nombre no logro recordar. Por la noche salíamos de juerga. Siete u ocho noches de parranda continua, un récord que a mi edad ya es difícil superar. Visitamos el norte y el sur. El norte repleto de estudiantes y de viajeros. El sur, de turistas y de guiris, extranjeros rubios y jóvenes que estaban siempre muy borrachos, y que eran capaces (los hombres) de pegarse entre ellos mientras sostenían en la mano una lata de cerveza alemana, y que eran capaces (las mujeres) de orinar en una acera, al lado de la gente, y de tirarse borrachas en el suelo, sin evitar que les viésemos los muslos y las bragas. Me fui, en el avión de regreso, con las manos agujereadas de los pinchos de los higos chumbos que me dio por recoger en las montañas. Protegí las manos con una bolsa y algo de ropa, pero no bastó: volví a la península con los dedos como el rostro de Pinhead, el líder cenobita de "Hellraiser". Pasamos cuatro o cinco días en la isla; visitamos el Teide; comimos las mejores chuletas de ternera que he probado en mi vida, hechas a la lumbre, en una finca próxima al Teide, las comimos con las manos porque no había cubiertos; visitamos casas ajenas y nos alojamos en un hotel céntrico; nos bañamos en la playa, dormimos muy poco y, de vuelta, perdimos el avión y nos hicieron el favor de conseguirnos plazas gratuitas en los huecos libres del vuelo que salía unas veinticuatro horas después. Ya lo conté en su momento en dos artículos, escritos a mano, antes de subirme al avión, bajo la lámpara de una cocina de un piso prestado, sin haber dormido, hecho papilla y con todos mis colegas roncando alrededor, durmiendo en el suelo, hacinados como pobres diablos en una noche sofocante.
En Tenerife viven, además, dos de mis amigos. Dos zamoranos. Uno de ellos echó allí raíces: mujer e hija. El otro, con quien estuve hace poco, partirá dentro de unos meses para Afganistán. La segunda vez que estuve allí, los canarios que conozco se portaron muy bien en su papel de anfitriones. No olvidaré las playas, el cielo ni las "papas arrugás". Las Islas Canarias arden y nos atragantan el verano.