Viernes. Atasco a la salida de Madrid. Caravana, el sol calentando la chapa de los coches. La carretera sólo alivia cuando en el horizonte ya no hay vehículos. Alivia porque invita a reflexionar, a conversar, a mirar el paisaje. La carretera fomenta el arte: hay muchas canciones, muchas películas, muchos cuentos, muchas novelas, que se inspiran en el asfalto, en el viaje: “En el camino”, “On the Road Again”, “Carretera perdida”, “Una historia verdadera”, “Mad Max”, “Carretera al infierno”, “El diablo sobre ruedas”, “Highway Patrolman”. La enumeración completa desbordaría los límites de este artículo. Echarse kilómetro cansa y reconforta al mismo tiempo. Sarna con gusto no pica, dicen. En la cuneta no faltan los vehículos que se acaban de dar un trompazo, pero un trompazo en el que no parece haber heridos ni víctimas mortales. Cristales en el asfalto, ramas dispersas por el suelo, cascotes y abolladuras, guardias civiles, hombres firmando el parte, y los conductores que frenan un poco para ver qué pasa, para mirar si hay sangre y saber qué ha ocurrido, que está ocurriendo, el hombre es animal curioso por naturaleza.
La parada es obligatoria. Hay que estirar las piernas, orinar, tomarse un refresco y comprar una botella de agua para el camino. Hablamos de esos bares infectos de carretera en los que la comida que sirven es deliciosa, pero las condiciones higiénicas suelen ser lamentables: una alfombra de colillas, huesos de aceituna y servilletas usadas, platos de callos recalentados mil veces, moscas zumbando en el mostrador, hombres rudos que huelen a sudor y se fuman un puro y se beben un coñac a mitad de viaje, mesas de las que no desaparecen las manchas, servicios que huelen a infierno, vasos repletos de huellas del camarero, que tiene roña en las uñas. Nos detenemos en un lugar de paso que significa lo contrario: está limpio, parece uno de esos garitos de franquicia. Recuerdo que el año pasado, al ir a Gijón, paramos allí, y que había un hombre sentado a una mesa, un tío solitario y sucio, probablemente vagabundo, al que rodeaban las moscas. Pero él no las apartaba. Se habría acostumbrado a su compañía, a sus patas sobre la piel, al ruido rutinario de sus alas. El garito está limpio, pero la zona para fumadores apesta y, tras poner un pie dentro, retrocedemos, con el estómago revuelto: es una habitación muy pequeña, sin ventilación, sin un agujero por el que pueda entrar el aire y salir el humo, sin extractores. No hay nadie dentro. Apesta: huele tanto a ceniza, a humo de tabaco, que se revuelven las tripas y hay que retroceder. En la actualidad, ser fumador es un castigo. Suerte que no fumo.
En la terraza se puede respirar aire, pero las moscas se posan en los vasos, pasean por los brazos, se lanzan a las piernas desnudas. La gente se avitualla, compra el periódico, deja a la abuela sentada en una silla, para que se airee, hace cola para entrar en los servicios. Los servicios de los lugares de paso atraen a los lunáticos y a los perturbados. Hace años, en una estación de Benavente, un viejo entraba en los servicios para ver cómo los demás meaban. Yo entré y, cuando vi que el viejo venía detrás, me aguanté las ganas de orinar y salí pitando de los servicios. El hombre, decepcionado, salió a su vez, sin bajarse la bragueta, sin lavarse las manos, sin hacer nada. Sólo miraba. No me hubiese extrañado que, en una de esas, le plantaran un puñetazo. El viaje continúa. Cinco horas en carretera, por culpa del tráfico. La noche cae sobre nosotros. En los últimos kilómetros casi se nos acaba la gasolina. Vamos en reserva. Afuera hace fresco. Estamos a un paso de León. Por fin voy a conocer la ciudad.