Dos de mis amigos vienen a vivirse al barrio. Ambos son zamoranos y ahora habitarán un piso de Lavapiés. Aún no han empezado la mudanza, así que sólo conozco el lugar por referencias: el edificio se encuentra a unos cinco minutos a pie, minuto arriba minuto abajo, si los cálculos no me fallan. Me sentará bien tener cerca a un par de colegas. Casi todo el personal que conozco en Madrid vive alejado del centro, y para ir a visitarlos toca tirar de metro, taxi o autobús. A pesar de los conflictos diarios que asolan al barrio, nunca me he visto envuelto en situaciones graves. La única vez que estuvieron a punto de endurecerme el pellejo a golpes fue porque iba a casa y topé con disturbios en los que la policía se puso a arrearle los lomos al personal. Lo conté en su momento: me libré de milagro. Aunque quizá no fue un milagro, sino mi manera de actuar con sentido común en circunstancias en las que hubiera querido echarme a correr. Uno tiene la sangre fría cuando menos se lo espera. Un escritor me preguntó hace poco por qué no me mudaba de zona, dada la degradación del barrio, pero le dije que a mí Lavapiés me encanta. Que, de momento, ni hablar.
En el barrio viven o vivían unos cuantos paisanos. Desde que estoy aquí me he cruzado con gente a la que conozco de vista: a la puerta de una cafetería, en una calle, en el kiosco de la plaza. Gente que paseaba antaño por las aceras de mi ciudad, y que ahora vive por aquí. Se nota en seguida cuando alguien habita un barrio o sólo está de paso, mirando a su alrededor con la atención que prestaría un turista. Reconozco sus caras al verlas, pero no soy capaz de encajarlas en ningún sitio. Nos suele pasar a todos, aunque tengamos buena memoria (pero la mía anda algo maltrecha): podemos hablar cada noche con nuestro barman de cabecera, o conversar todas las mañanas con el frutero, o intercambiar recetas y sonrisas con la farmacéutica que nos atiende cuando andamos enfermos, y un día, si nos tropezamos con cualquiera de ellos en un semáforo no somos capaces de reconocerlos fuera de su entorno. Sabemos que los conocemos de vista o de estar con ellos de palique, pero al quitarles la barra o el mostrador que los separaba de nosotros y al despojarlos de su entorno, nos cuesta situarlos. Uno va por el metro, se cruza con alguien o lo ve de lejos y se pregunta: “¿De qué me suena ese tipo?” Tras darle muchas vueltas, lo encaja: le pone un mostrador o una bata blanca o un trapo para humedecer la barra, y entonces sabe dónde suele encontrarlo. Con esos zamoranos que he visto de vez en cuando me pasa igual: si los viera en mi ciudad natal, sabría al punto quiénes son. Fuera de su entorno sólo sé de dónde provienen. Me parece que incluso en mi calle vive un antiguo amigo de mi familia. Si nos cruzamos por Lavapiés o por La Latina, nuestro saludo mutuo contiene siempre esa sorpresa que supone la incursión de lo insólito en la rutina.
Este barrio conjuga lo cañí con la inmigración, lo viejo y lo nuevo, lo pintoresco y lo exótico, y esa es una de sus virtudes. Un día puedes salir y ver una reunión de africanos tocando los tambores y, otra tarde, puedes asistir atónito a un espectáculo de bailarinas y música clásica que celebran en la plaza, justo al lado de los alcohólicos y los parias. Puedes ver a un grupo de facinerosos desgastando la esquina de un cruce y observar cómo pasa, al lado, una viejecita con las bolsas de la compra que va a su aire. Son estampas que te descolocan, como ver a una abuelilla entrando al cine a tragarse la secuela gore de “Las colinas tienen ojos” (y la vi en una sala de Montera). Es el encanto del lugar. Así que les doy la bienvenida a mis nuevos vecinos.