¿Quién no se ha imaginado su funeral en algún momento de su vida? En un artículo de Javier Marías, que posteriormente dio título a uno de sus libros de artículos, se hablaba de esto: “Seré amado cuando falte”. Porque, cuando uno fantasea con los minutos previos a su entierro, lo hace empujado por una sola razón: imaginarse la alta estima en que le tendrán cuando desaparezca. Imagina a amigos, familiares, antiguas parejas e incluso enemigos suyos lamentándose de su desaparición.
Este tema aparece, curiosamente, en dos de las novelas que me leí hace poco, y en una noticia que sólo he visto en tres periódicos. Primero hablaré de los libros y luego de la noticia, que me parece fabulosa. Los libros son “Middlesex”, de Jeffrey Eugenides, el autor de “Las vírgenes suicidas”, y “Hotel Honolulu”, de Paul Theroux, que escribió “La Costa de los Mosquitos”. En “Middlesex” uno de los personajes tiene un accidente de coche y simula su muerte. Esta circunstancia le sirve para adquirir otra identidad y vivir otra vida muy diferente a la anterior; algo así como esos hombres que comparecen en los juicios contra la mafia y que luego meten en el Programa de Protección de Testigos, dándoles un nuevo rostro, una nueva identidad, otro nombre y un domicilio en la otra punta del país, como hemos visto en las películas y en las series de televisión. En “Hotel Honolulu”, en cambio, un personaje millonario, excéntrico y amante de las bromas pesadas logra que anuncien su muerte y la desaparición de su cadáver en las aguas. Poco después, cuando la familia y los amigos y las mujeres ya le han llorado, reaparece con una amplia sonrisa en la boca; simular su muerte, al contrario que al tipo de “Middlesex”, le sirve para gastar una de las bromas más pesadas de la historia.
Vayamos ahora con la noticia. En Bosnia un hombre de unos cuarenta y cinco años quiso probar si sería amado cuando faltase. Según sus propias palabras, se gastó una pasta para obtener un certificado de defunción falso y tuvo que sobornar a varios empresarios de pompas fúnebres para que entregaran un féretro vacío. Su intención consistía, también, en comprobar cuánta gente acudía a su entierro, y en cuantos podría confiar. Durante el funeral el hombre, Amir Vehabovic, se escondió detrás de unos arbustos para observar cuánta gente lo echaba en falta y cuánta iba a velar su cadáver y darle el último adiós. Sólo fue su madre. Podemos imaginarlo, como si estuviéramos leyendo un cuento o una fábula, refugiado detrás de esos arbustos, quizá fantaseando con la posibilidad de un velatorio repleto de personas con lágrimas surcando sus mejillas. Los ojos asomados por encima de las hojas, escrutando los alrededores de su ataúd. Acaso una sonrisa de placer anticipado, imaginando que sus amigos irán a echar unas flores y a llorar. Y luego el mazazo y sus consecuencias: la sonrisa que desaparece progresivamente de su cara, la decepción que le amarga las facciones, incluso la vergüenza por haberse gastado un dineral y montar un embuste que sólo habrá servido para machacar a su madre y quizá sufrir un ataque cuando él reapareciese de entre los muertos, preparado para darle un abrazo y consolarla. Podemos imaginar también la tristeza, que luego cede su turno al cabreo. Y una certeza: que no será amado cuando falte. Que no podrá confiar en nadie. Que todo el mundo le dará la espalda. Parece un cuento, pero es una noticia real, porque la prensa nos sirve cada día, lo he dicho muchas veces, historias deliciosas y retorcidas. Hay ciertas lealtades que conviene no poner a prueba. Piensen en “El curioso impertinente”.