Jueves. Comida con un colega en un restaurante. Entro en el metro y debo hacer un transbordo. En el andén de la línea verde (una de las más abarrotadas de viajeros, una de las más calurosas y propensas a las averías) encuentro un tren parado y entro en uno de los vagones. Miro las caras de quienes alzan la muñeca y comprueban el reloj, oigo sus resoplidos de desesperación. Intuyo que llevan un rato esperando a que el tren arranque. Me sitúo junto a una de las puertas, en ese rinconcito que hay entre la salida y los pasamanos verticales. Saco un libro e intento leer para que la espera parezca menos corta. Por megafonía, al fin, anuncian que el servicio en la línea verde será interrumpido durante diez o quince minutos. Eso, sumado al tiempo que llevábamos parados. Se habla de sabotajes en el metro, pero, ¿alguien se lo cree? A consecuencia de la avería, de unos quince o veinte minutos, llego tarde a comer.
Viernes. De nuevo la línea verde: una vez por la mañana, en un trayecto de ida y vuelta; otra por la tarde, en un viaje de ida. No se producen incidencias ni fallos, salvo el excesivo bochorno espeso y pegajoso que hace en los vagones, las esperas en los transbordos y los frenazos en el interior de los túneles a oscuras, que logran que los pasajeros perdamos el equilibrio, teniendo que recurrir a las barras de sujeción para no chocar unos contra otros. Luego viajamos en coche.
Sábado por la mañana. Quedamos en Atocha. Uno de nuestros amigos va a pasar a recogernos en coche para ir a comer a casa de una pareja. En Atocha hay atascos imposibles, como consecuencia de la hora punta y de una manifestación de ASAJA que ha provocado cortes de tráfico, conductores agobiados aporreando el claxon, policías tratando de dirigir el lío de vehículos, caravanas en Alcalá. Llegamos un poco tarde a comer por culpa del tráfico y de la manifestación de los agricultores, que han ido hasta el Ministerio de Agricultura a protestar por la crisis de los cítricos. Según la policía, acudieron dos mil personas. Según los organizadores, veinticinco mil. Alguien dice que repartían naranjas. Las regalaban. Sábado por la tarde. Esperamos al autobús, cerca de Atocha. Otra vez. El que necesitamos tomar no aparece. Lleva un retraso de veinte minutos (se supone que, según el cartel informativo que hay en la parada, los autobuses pasan cada seis minutos). Cuando llega, subimos; el bus avanza unos cuantos metros y se detiene: la Plaza de Cibeles está colapsada. Hay un atasco intolerable que se ramifica por las calles que desembocan en la plaza y rodea a la Cibeles. Dura varios minutos: diez o quince. Los taxistas salen de sus coches e increpan a los de adelante. Algunos conductores aporrean la bocina. La gente se desespera. Los viajeros del autobús intentamos averiguar la causa del atasco asomándonos a los cristales. La policía de tráfico aparece en el lugar e intenta recomponer el caos y aliviar la congestión de vehículos. Lógicamente, llegamos tarde a una cena de cumpleaños. Sábado por la noche. Después de esa cena. Volvemos a casa en taxi. Madrid, a las dos de la madrugada, es una carrera mortal de taxistas, fulanos empapados en alcohol que conducen con el culo, búhos atestados de juerguistas y gente andando por las calles. El taxista acelera y, en un cruce, observa cómo un bruto que conduce un todoterreno se le mete por la derecha para entrar antes que nosotros en el siguiente carril. El todoterreno golpea el retrovisor derecho del taxi y el taxista decelera y lo deja pasar para que no nos empotremos contra su lateral. Averías, retrasos, atascos, carreras salvajes, chiflados al volante. El pan diario, y da igual si uno utiliza bus, taxi o metro.