Empiezo a sospechar que lo que amarga y estresa en una ciudad grande no son las colas que deben guardarse para hacer cualquier cosa, sino la mayoría del personal, que gasta una pachorra capaz de desarmar al Santo Job. Aquí hay que esperar turno y guardar cola para todo, salvo para morirse. Le cuesta a uno entender que la gente, que va pitando a su trabajo, que camina a grandes zancadas por las calles, que aporrea el claxon como si fuera un saco de boxeo en cuanto el conductor de delante tarda dos segundos más de lo previsto en arrancar, que va todo el día con el agua al cuello y de casa a la oficina y de la oficina al lugar de almuerzo y de aquí a la oficina y luego a casa, que siempre, en definitiva, tiene prisa, e incluso acostumbra a quejarse si un camarero no actúa con diligencia, esa misma gente luego sea la que se relaja en las largas colas a la puerta de los teatros, las cajas de los supermercados, los bancos, las librerías, los cajeros automáticos, los cines, los espectáculos musicales, etcétera. Es como para que se le agote a uno la paciencia. Es algo incomprensible, propio de los tiempos contradictorios que vivimos.
Se acerca uno a un cajero automático. En Madrid es difícil encontrar uno que esté libre. Delante suele haber unas cuantas personas aguardando a que les toque. No es raro oír a alguien quejarse de la lentitud del tío que está tecleando ante la pantalla. Pero luego el fulano que se quejaba es capaz de doblar el tiempo que criticaba cuando llega su turno: diez minutos ante las teclas. Y los pitiditos de los botones, que le sacan a uno de quicio: Pip, pip, pip, pip, pip. Me pregunto siempre qué harán. Supongo que varias personas utilizan todos los servicios de su tarjeta de crédito y así marean al dispensador: me figuro que comprueban el saldo, los movimientos y pagos, que recargan la tarjeta del móvil, que compran entradas y echan un vistazo a la cotización de divisas y, por fin, que sacan dinero y piden el recibo. Suelo tardar menos de un minuto en hacer las operaciones, o sea, en sacar efectivo. Es posible que los pelmazos que me tocan en cada cajero sean marcianos. Y luego está la cola eterna de los cines madrileños. En cuanto uno se despista, ya lleva allí veinte minutos. Faltan sólo dos minutos para que empiece la película y el señor de delante suele ser un brasas, alguien que no sabe ni por dónde se anda, y se oyen diálogos de este pelo: “Hola, buenas tardes. Quería una entrada para la sala nueve”. “Son numeradas. ¿Qué filas prefiere?”. “Pues no sé, ¿cuáles tienen?” “Las cuatro primeras. Sólo me quedan esas”. “Uy, pero ahí es muy cerca, ¿no?”. “Sí, bastante cerca”. “No, no, pues entonces espere”. En ese punto el tipo mira la cartelera, dudando, porque no sabe ni lo que va a ver ni lo que quiere ver. Mira y remira. “Pues no sé… ¿Y en la cinco?”. “Esa sala está llena”. “Ah, vale. Pues… ¿Ha visto la de la sala uno? ¿Es buena? ¿Merece la pena?”. “No, no la he visto, pero sí, dicen que está bien”. “¿Y tiene butacas libres?”. “Sí”. “Pues déme una de las filas de en medio, centrada. Entraré en esa: ¡a ver qué nos cuentan!”. Suele ser desesperante.
O la mujer que, en Correos, asalta con cientos de preguntas al encargado. O en la cola del ambulatorio, o en esos mostradores en que se ponen a charlar del tiempo. O para comprar cualquier cosa en cualquier comercio. Y el tiempo pasa y pasa. Es difícil aceptar que ese personal es el que corre por las calles con prisa y luego se vuelve cachazudo en las compras diarias. No saben que pierden un tiempo precioso, tras el que suele salir uno con más canas de las que peinaba.