Esta semana, a una distancia de tres minutos a pie desde donde vivo, la policía entró en un edificio abandonado que ocupaban los yonquis. Lo vi en algún telediario, creo que de Telecinco. La calle se llama Sombrerería. Los informadores dijeron que era el mayor supermercado de la droga de Madrid. Supongo que se referían a la ciudad porque, si ampliamos el radio, es posible que el mayor mercado de la droga sea el poblado de Las Barranquillas, donde conviven los toxicómanos, los parias, las ratas y los perros comidos de pulgas. En el reportaje mostraban imágenes del zaguán del edificio, probablemente tomadas desde alguna ventana del piso de enfrente. Se veía a los compradores, ya fantasmagóricos, entrar y trapichear allí mismo. Se vio también el interior de la casa, donde se agrupaban los colchones apolillados, la mugre, las basuras, las jeringas; e incluso se divisaron algunas ratas cruzando las habitaciones a la carrera, huyendo de los policías y las cámaras. Allí había compra-venta de droga (cocaína y heroína), merced a cinco hombres que manejaban el negocio, según afirmaban en El País. Una de las causas del crecimiento del tráfico en esa zona parece ser el control policial que ahora se ejerce en la Plaza de Soledad Torres Acosta, el cual mueve a los compradores a dirigirse a este punto.
Sombrerería es una calle angosta y poco frecuentada que a mí me sirve, a veces, para acortar cuando hago recados por el barrio. Nunca he visto por allí a los yonquis, y creo que, cuando la atravieso, apenas suelo cruzarme con alguna señora que viene cargada con las bolsas de la compra. Es una de esas calles de paso para los coches. El mismo día en que vi la noticia en televisión, tuve que bajar a comprar un paquete de café. Como era tarde (serían las nueve y pico o quizá las diez), fui a una tienda de ultramarinos que regentan unos hindúes y que hace esquina con el final de esa calle, Sombrerería. Al salir, me fijé en el edificio. Vi el portal, de lejos. Y juro que nunca me había fijado en la fachada. Es uno de esos detalles urbanos que a uno le pasan desapercibidos, le son invisibles, por mucho que los vea a diario.
Si allí venden (o vendían) cocaína y heroína, en las calles del barrio por donde me muevo, y especialmente en los alrededores de la plaza, los camellos marroquíes venden hachís y, algunos, cocaína. Una vez me ofrecieron hasta una pistola, y nunca sabré si el tipo iba de farol o lo decía en serio. Lo que sí sé es que, muchas noches e incluso alguna tarde que otra, al salir de casa veo en el único peldaño del exterior del portal a gente metiéndose rayas o preparando canutos. Que cada cual haga lo que le convenga, que el cuerpo es libre, etcétera. Pero lo que no soporto es ver a las chicas que se acercan allí a comprar y consumir. Porque son muchachas a las que no calculo ni dieciocho años. Españolas, muy jóvenes. Ellas se acercan a algún camello adolescente y árabe, éste les proporciona el material y lo consumen allí, en mi portal. Lo que uno quisiera, aunque le llamasen carca, no es que ellas consumieran en otro lado, lejos del portal, sino que no consumieran. En algún reportaje de investigación sobre el barrio he leído que algunas de estas chicas jóvenes cambian sexo por un poco de material. Esa sumisión o ese comercio sólo pueden conducir, con el tiempo, a sótanos de miseria y podredumbre. Parece una lucha perdida. En la novela “No es país para viejos”, de mi adorado Cormac McCarthy, hay un diálogo conciso entre dos sheriff. Uno dice: “Droga”, y el otro responde: “Venden esa porquería a los colegiales”. Y continúan: “Peor aún”. “¿Y eso?”. “Los colegiales la compran”.