Llevamos unas semanas plagadas de malas noticias en el ámbito cultural. Demasiada gente relacionada con el mundo del cine y de la literatura ha fallecido. Primero fue el escritor William Styron y, luego, el actor Jack Palance, de quienes dimos cumplido homenaje en este rincón. Lo que pasa es que, en pocos días, han muerto la actriz Adrienne Shelly, los cineastas Francis Girod y Robert Altman y el actor Philippe Noiret. Demasiados obituarios para soportarlo. Y tampoco es plan de dedicarle un artículo a cada uno, porque entonces llenamos esta sección de muertos, y para eso ya están las noticias internacionales. Podemos dar, sin embargo, unas pinceladas de ellos, salvo de Girod, el director de “El trío infernal”, que ya no recuerdo si vi de niño.
Adrienne Shelly es una actriz que tuvo su ración de gloria en el cine independiente de Hal Hartley, en cuyos filmes comenzó. Durante un tiempo, una de las películas que hicieron ambos me tuvo obsesionado: se titulaba “Trust” (“Confía en mí”) y la protagonizaba, junto a Shelly, otro actor “indie” llamado Martin Donovan. En aquella película, ella, la chica, le decía a su novio que saltara de espaldas desde un muro, que ella lo recogería antes de caer al suelo; que en eso se basaba la confianza en una pareja y que, si confiaba en ella, debía hacerlo con los ojos cerrados y sin dudarlo. Luego vi “La increíble verdad” (su primera película), también dirigida por Hartley. Después se hizo directora de cine y le perdí la pista, hasta hace unos meses, en que la volvimos a encontrar en “Factotum”, donde le habían dado un papel secundario, a la sombra de otros actrices más célebres o respetadas. No puedo decir que brillara en esta última película, pero sí lo hizo en la citada “Trust”, y seguramente sea su mejor trabajo. Encontraron a Shelly colgada de la barra de la ducha de su casa; al principio la policía creyó que se trataba de suicidio. Pero la había asesinado un obrero que reparaba su casa y que, a estas alturas, ya ha confesado. Ella sólo tenía cuarenta años. En cuanto a Philippe Noiret, uno de los hombres que en la infancia casi me hace vomitar con la película “La gran comilona”, para mí, y para muchas otras personas, siempre será Alfredo, el proyeccionista de “Cinema Paradiso”. Inolvidables son esos planos en los que observa, dentro de la cabina, los fotogramas del celuloide de una bobina que sujeta entre las manos. Un gran actor, entrañable y muy amado por los franceses. Uno de sus retos fue encarnar a Pablo Neruda en “El cartero”. Pero en mi memoria cinéfila será el empleado del Paradiso.
Y luego está Robert Altman. En los últimos años Altman había recibido muchos palos de la crítica y unas cuantas alabanzas. Fue capaz de lo mejor y de lo peor, y quizá su adicción al riesgo fuera su más destacable característica. Artesano inclasificable, suyos son algunos grandes fiascos del Séptimo Arte: la insoportable “Buffalo Bill”, “Tres en un diván”, “Prêt-à-Porter”, “Conflicto de intereses” o “El doctor T. y las mujeres”. Pero, como he leído en alguna parte, también realizó varias joyas y merced a ellas se le perdonan sus fracasos: “El largo adiós”, “MASH”, “Nashville”, “The Player”, “Short Cuts” o “Gosford Park”, por citar unas cuantas. Aparte podemos poner su versión de “Popeye” con actores de carne y hueso, protagonizada por Robin Williams. De niño me gustó. Quizá, si la vuelvo a ver hoy, igual no me fascina como lo hizo entonces. Por eso prefiero no recuperarla en dvd. Por si se desbaratan mis ilusiones. Altman, luchador incansable, tuvo alma de niño, cara de rebelde y de viejo zorro y una mano artesana cuando quería.