Volví a mi ciudad para echar una mano en una mudanza. Las cosas pequeñas y cotidianas, que son las que más me gustan, parece que adquieren mayor importancia en provincias. Un pájaro que picotea una miga, un gato furtivo que se sube a un muro, el repicar de la lluvia en los cristales, el cielo negro de nubes. Tal vez porque en las grandes ciudades la gente está demasiado deslumbrada con la luz de los neones y la agitación de las calles, y les queda menos tiempo y silencio para la reflexión. Entre mueble y mueble, entre caja y caja, aproveché para visitar dos de mis locales favoritos: el Avalon y el Popanrol. En ambos lugares la música nunca es una morralla, se siente uno como en casa y se reencuentra con viejos colegas. También se topa con necios e impresentables, pero basta con no saludarlos. Esta última es una frase hecha, así que no busquen explicaciones ni adjudiquen nombres, porque estarían perdiendo el tiempo. En la penumbra de estos dos garitos alcanzo la felicidad. Converso con amigos zamoranos que siguen adelante con sus bandas de música: dos componentes de Overdrive, el vocalista de Nacional Siete, el bajo de Miescondite y el batería de La Sonrisa de Julia. Cinco tipos que me han hecho pasar buenos ratos con sus canciones. Y ahí siguen, “peleando a la contra”, como en la antología de Bukowski.
El cambio de ritmo me resulta confortable: durante dos días olvido las prisas, la cantinela de las sirenas y el sudor del metro. Pero no todo es felicidad. Mientras lucho con el peso de los muebles y de los objetos embalados, mientras las agujetas empiezan a aguijonearme por mi falta de costumbre en el ejercicio, mientras voy de aquí para allá y cargo como un bracero, noto comportamientos extraños. El comportamiento de algunas personas, ciudadanos que van por la calle, paseando, y se detienen a ver cómo movemos un mueble con grandes dificultades. Se paran en un portal y miran hacia adentro, o salen del edificio y observan con asombro y perplejidad, con la boca abierta, a dos individuos que sudan lo suyo después de varias horas seguidas de mudanza. Y uno, entonces, se pregunta: ¿Acaso nunca han visto a nadie cambiarse de piso? Hubiese entendido sus miradas perplejas si el peso que acarreábamos correspondiera a media docena de ataúdes. Pero estábamos sujetando, a pulso, sofás y maderas. Tal vez sea porque en España esta actitud costumbrista no cesa: cuando dos trabajan, seis miran. Si el alcalde cobrase entrada por mirar a los obreros de la ciudad, obtendría grandes beneficios. También se me ocurre que podrían filmar las obras y ponerlas en televisión, inventado un Gran Hermano de operarios y capataces. Otro comportamiento extraño: en una mudanza es lógico dejar las puertas del portal abiertas, para facilitar los traslados y no perder tiempo ni dejar las cajas en el suelo. Salíamos a por una nueva remesa y, al regresar, la puerta estaba cerrada. Volvíamos a dejarla abierta y, en el siguiente trayecto, la encontrábamos cerrada. Sucedió en dos edificios distintos. Supongo que fue tarea de un ejemplar de esa nueva plaga urbanita: el vecino perfecto; ese tipo que no deja de marear a la comunidad con sus ideas, que quiere contarte su vida y milagros en el ascensor y se dedica a curiosear por el portal y por las escaleras, a ver si todo va en orden. Si no va en orden, en seguida se queja al presidente de la comunidad.
El último día nos azotó la lluvia. Proseguimos la tarea entre diluvios y grandes charcos, que confirman que las aceras y el asfalto de Zamora son ricos en socavones e irregularidades. Apenas tuve tiempo de nada más, así que me quedé con ganas de absorber los rincones y garitos de mi tierra con mayor dedicación.