miércoles, septiembre 13, 2006

El futuro inmediato (La Opinión)

Algunos de mis amigos contemplan ya con agrado cómo sus mujeres están en estado de gestación. Dado que mi generación, y probablemente las posteriores, alumbra a sus hijos mucho más tarde de lo que se hacía antes, casi todos ellos serán padres mayores. Nosotros tuvimos padres muy jóvenes y estos, los muchachos del futuro, contarán por el contrario con progenitores más maduros o viejos. Ignoro si esta circunstancia será, a la larga, beneficiosa o perjudicial. Aunque contábamos ya con un par de casos de amigos cuyos hijos han nacido en nuestra tierra, o sea, Zamora, los próximos niños van a cobijarse en la cuna de Madrid. Porque casi todo nuestro grupo de amistades vive y trabaja en la capital, lugar muy rico en empleos, pero también en socavones, polvo, suciedad, oportunidades, delincuencia y cantos de sirena de coches policiales. Ha sido un éxodo que ha ocupado pocos años: más o menos, desde el fin de nuestro paso por las universidades hasta ahora. Antes nos juntábamos alrededor de veinte personas en algún bar de la ciudad y hoy cuesta, cuando uno regresa a su provincia, encontrar por allí a alguien de los nuestros.
Lo cierto es que, detrás de estos amigos con futuros bebés bajo el brazo, llegarán sin mucha tardanza otros. Es inevitable: la llamada de la naturaleza, el instinto materno, las ganas de formar una familia al completo y demás excusas. Pero, principalmente, la edad. Sin embargo, me estoy desviando un poco del tema: prefiero centrarme en algo que, hasta hoy, no se me había ocurrido pensar. Y es que esos niños, y los próximos, no sé si nacerán en Zamora (supongo que así lo harán los padres, porque es lo que suele hacer la gente, es decir, procurar que sus hijos nazcan donde ellos nacieron y se formaron), pero sin duda crecerán y vivirán en Madrid, salvo nueva orden. Esto también es inevitable, y pesa como una losa en la identidad de quien emigra. Porque el emigrante, con el tiempo, procrea y tiene descendencia, y sabe que no le queda otro remedio que colgarle a los suyos, a los que vendrán, el mismo destino. Digan lo que digan, la provincia zamorana continúa desangrándose. Me traen sin cuidado las encuestas y los estudios: la realidad es otra, la que yo veo en la calle, la que me cuentan las personas. Lo que yo veo es que, cuando voy a mi ciudad en período de vacaciones o en fines de semana, muchas de las personas que me encuentro no viven allí. Viven fuera. Y son demasiadas. Hasta el punto de que tengo más colegas en Madrid, Barcelona y Tenerife que en la propia Zamora.
Este es el futuro inmediato que le aguarda a la ciudad: observar cómo los hijos que se marcharon engendran otros hijos que crecerán en una provincia distinta a la de sus padres y a la de sus abuelos. Pienso en esos niños y sé que no les queda otro remedio: sus padres necesitan trabajar, y el trabajo suele estar fuera, y volver sería dar un paso atrás y quizá meterse de cabeza en el paro. Y así no se puede criar ni educar a un niño. Lo más probable es que mi generación haga dentro de unos treinta años lo que hizo la precedente: al obtener la jubilación, comprarse una casa en su tierra natal y regresar allí a vivir, lejos de tanto ruido y de tanta gente joven. Al menos esos hijos tendrán a sus abuelos, por lo general, en Zamora. La conexión es vital, imprescindible. Es la única manera de que no perdamos nuestras raíces y nuestra identidad. Por otro lado, quizá las generaciones más jóvenes que la mía tengan suerte y se afloje algo el flujo migratorio. Veo un atisbo, aunque leve y frágil, de esperanza. Me da la sensación de que la ciudad se va moviendo. Tímidamente.