Es raro que yo pase por mi ciudad y no baje un par de noches a Los Herreros, salvo causas de fuerza mayor: bodas, compromisos y cosas así. Los Herreros, no me da apuro reconocerlo, continúa siendo la calle de bares y bodegas donde más disfruto. Esto incluye no sólo a Zamora, sino a otras ciudades. Lo malo es que, como suelen decirme otras personas, por allí la gente es cada vez más joven, con lo cual es difícil toparse con caras conocidas. Sin embargo, el fin de semana anterior me ocurrió todo lo contrario: tal vez por las vacaciones de agosto del personal, o porque todos volvemos a los lugares donde nos hemos criado (y estoy orgulloso de haber cocido mi adolescencia y mi juventud en Los Herreros), se dieron un par de noches en las que nos juntamos unos cuantos de mi generación. Todos, curiosamente, habíamos asistido al Colegio Arias Gonzalo. Y ya se sabe que, cuando hay reunión de antiguos alumnos, salen a flote los recuerdos agridulces, los motes y la catadura de los profesores.
Mientras reímos y comentamos los caminos desiguales por los que nos ha conducido la vida, advierto que seguimos siendo los mismos, aquellos chavales de ojos despiertos que apenas han cambiado, excepto en lo concerniente al físico. Empiezan a salir a colación los motes que pusimos y que nos pusieron (muchos de ellos aún se conservan: quiero decir que aún los manejamos, todavía se utilizan), las sentencias de algunos maestros, la benevolencia de unos pocos profesores, los métodos para copiar en ciertos exámenes, las anécdotas que casi nadie ha olvidado, los nombres, los apellidos, las descripciones de alumnos, las bromas pesadas que hacíamos y los dibujos y caricaturas que un par de tipos y yo tramábamos en clase. Pero también comentamos las vejaciones y ese trato de palos por parte de los profesores que hoy conllevaría denuncias, pero que nosotros callábamos o contábamos a nuestros padres sin que fuesen capaces de creernos del todo, y, aunque no es la primera vez que escribo sobre ello, tampoco será la última: los capones en la cabeza, los tirones de patillas hasta que el maestro en cuestión nos hacía levantarnos del asiento, el lanzamiento de borrador desde la mano del docente hasta el pecho del alumno al que pillaba hablando, las collejas y el azote en el culo. Hay quien, todavía hoy, es partidario de educar a palos, soltando alguna galleta de vez en cuando. Pues bien, esto es lo que se consigue: que uno, al crecer, jamás lo olvide, y que tampoco perdone, que esa huella nunca se borre por muchos años que transcurran, por mucho tiempo que quememos.
Y, en nuestro recuerdo común, en esta reunión de antiguos compañeros de clase, otra evidencia: eran aún peores la humillación, el sabor de la derrota, el escarnio público, que el capón o el golpe del borrador. De esas humillaciones algunos sabemos mucho. Demasiado. Esperar junto a la pizarra, mientras la maestra en cuestión (una solterona revenida y maliciosa), iba asignando ceros, profetizando un futuro de analfabetismo, poniendo calificativos que el resto de los alumnos reía, para no llorar de miedo. Nos imponían títulos poco amables para un niño: burro, desastre, zángano, calamidad, holgazán. O entonaban bochornosas rimas ("Usted: vago se acuesta y vago se levanta"). Un tiempo que no hemos olvidado, que no se desdibuja en nuestra memoria, que permanece dentro de nosotros con más fuerza que los años de la adolescencia o la infancia fuera del colegio. Salvamos de la quema a un par de profesores. De cada uno de los demás, cuando los vemos por la calle, arrastrando su vejez y su ruina, sólo podemos pensar: "Sólo era un pobre hombre".