Aguardando en el andén de una estación de metro. En ese momento han transcurrido apenas unos días de la tragedia de Valencia. Hay dos señoras sentadas en uno de los bancos. Una de ellas, dicharachera y gritona, se pone a hablar a gritos con una muchacha que también espera a que llegue el tren. La señora y la muchacha distan como seis o siete metros, la una de la otra, y entonces la buena mujerica dice: “Hija, y pensar que yo iba a ir estos días a Valencia. Quería pasar allí el fin de semana. Pero ahora, con lo que ha ocurrido, lo del metro, ya no voy, ya no quiero ni pensar en ir. He cogido miedo. Menudo miedo me da ir”.
Todo esto, este miedo a los trenes del metro, apercíbase el lector, lo suelta mientras aguarda en el metro madrileño a que venga un tren. Ya sé que no son los mismos servicios los que presta Valencia que los que presta Madrid, pero yo ya me entiendo. A uno, con las manos en los bolsillos, estas charlas ocasionales a grito pelado le dan cierta satisfacción. A uno le hubiera gustado decirle: “Señora, usted no se preocupe y vaya a pasar el fin de semana a Valencia. Que lo que ha ocurrido no es como si la ciudad sufriera el empellón de los terremotos, o se viese inundada como en Nueva Orleáns. Que las catástrofes naturales son una cosa y los servicios de transportes son otra muy distinta. Y que, para moverse por Valencia e ir a la playa, no creo que sea imprescindible meterse en el metro. Que en las ciudades modernas tienen a su disposición el servicio de autobuses, y también puede usted recurrir a un taxi, aunque la broma y el paseo le salgan más caros. No se preocupe y disfrute”. Luego la mujer continúa su charla, y esta segunda parte de su monólogo no interesa para el artículo y para cuanto quiero decir, pero prefiero ponerla aquí para solaz de quien me leyere: “Yo ahora tengo que ir a quitarle las carroñas a un viejo. Ya ve usted. Eso tendría que hacerlo el Ayuntamiento, lo de quitarle las carroñas al viejo. Pero no, me toca hacerlo a mí. Está una harta de quitarle las carroñas al viejo”. Hay que anotar que quien lo dice ronda ya la tercera edad, con lo cual mi perplejidad es doble.
Este monólogo, oído en el andén del metro, expresa con exactitud el miedo. El miedo es libre y no entiende de detalles ni atiende a diferencias. Las señoras son siempre quienes más miedo tienen: de la noche, de las catástrofes naturales, del tráfico, del belicismo, de la violencia urbana, de los accidentes domésticos e inesperados. Si asesinan a alguien en una callejuela de un suburbio de Barcelona, pongamos por caso, la señora que iba a viajar a Barcelona, o incluso la que vive en esa ciudad, coge miedo para varios años: miedo de viajar allí y miedo de salir a la calle. Sucede esto, también, con las mujeres que sufrieron la dictadura franquista y vieron a sus maridos pasar una temporadita a la sombra, entre rejas. El miedo a la guerra, a la noche y a los dictadores, por ejemplo, jamás se le quitó a mi abuela materna, q.e.p.d., y tuvo siempre un temor infantil a la oscuridad urbana y a que subieran al poder los presidentes de rango conservador, como aquel de bigote que tuvimos y que anda ahora haciendo fortuna en las Américas. El miedo, digo, es libre y no atiende a razones. Por eso extiende sus tentáculos a otros órdenes de la vida y a otras circunstancias cotidianas. De niño, lo tengo contado por ahí, escuché el tiro que un ladronzuelo le pegó a mi abuelo paterno, q.e.p.d., y esto hizo que me costara conciliar el sueño durante meses o años. Que aquello ocurriese de noche no hizo que cogiera miedo a los fulanos con escopeta, sino a la noche. Por eso, en el fondo, comprendo a la señora del metro.