Me quejaba hace poco, y en este mismo diario, de la imposibilidad de encontrar una edición de "Nuevo viaje a la Alcarria", la segunda parte de aquel libro de Camilo José Cela que tanto me gustó y en el que nos contaba su ruta a pie por tierras de Guadalajara. Pues bien: una mano caritativa y amable, de cuyo nombre no voy a dar cuenta para que los carroñeros no saquen invenciones, lo puso a mi alcance. Aunque la identidad de quien me lo regaló no vaya aquí incluida, el agradecimiento es mucho y así se hace constar. Me leí este libro en unos días, dos o tres, devorándolo con la avidez de quien se da un festín tras una semana sin comer. Cela regresó, para otro viaje por la Alcarria, casi cuatro décadas después de la primera travesía.
La primera diferencia entre ambos libros es la constancia del paso del tiempo. Cuarenta años no pasan en balde, y de ello deja el autor apuntes sucesivos: los hombres y mujeres que conoció y ya han muerto, los niños que le acompañaron en el camino o que saciaron su sed y su hambre y ahora son hombres hechos y derechos y con cargo en la Diputación o en una hospedería, la mutación de los paisajes, el progreso y la emigración, que han ido dejando los pueblos vacíos. Incluso al principio, en la extensa dedicatoria, el autor, el viajero, el escritor, declara su vejez, su aumento de peso, su torpeza de movimientos, y cómo es forzoso trocar, por dichas circunstancias, el pinrel por el coche con chófer y la mochila por los juglares de compañía. Pero el viaje es igual. Con más años y más kilos, sí, pero con el mismo entusiasmo. Alguien me dijo una vez que, para conocer otras tierras, otras ciudades y pueblos, basta con conocer a los paisanos y su gastronomía; el resto llega solo. Don Camilo también lo sabe y lo anota todo, en un trabajo exhaustivo: los motes colectivos e individuales de las villas y de los vecinos con los que va topando, las coplas que cantan en cada lugar, la historia antigua, las personas célebres que allí nacieron o se alojaron, los productos típicos y las rencillas entre los habitantes e incluso sus empleos actuales. En esta ocasión, sin embargo, ya célebre en España y en el mundo entero, el viajero no tiene que buscarse la vida y el sustento, sino que la vida y el sustento le salen al paso y, así, van a recibirle en comitiva, le agasajan con pantagruélicos banquetes y deliciosos vinos, le ofrecen jergones para echar la siesta y conversación para resistir las sobremesas. En este libro se nota que el autor, aunque sigue siendo el mismo y escribiendo con idéntica maestría, ya domina los secretos del lenguaje a la perfección. Predominan el ingenio quevediano y el humor propio de la picaresca, y uno se ríe mucho con las ocurrencias de su prosa y la mirada que se posa en cada rincón y en cada rostro.
Véase la sutileza de esta descripción, pródiga en ironías: "En la carretera hay un apeadero para socorrer el apretón de las libídines desbocadas; ahora duermen a pierna suelta las socorredoras, porque el tajo es nocturno". Imprescindibles resultan las ágiles respuestas que suelta a los impertinentes. Un periodista pregunta: "Ahora, después de haber subido en globo, ¿le queda a usted algo por hacer?" A lo cual, vista la inquina del reportero, él replica: "Sí, pero no se lo digo para no darle a usted una pista y también para que no se le pongan los dientes largos". O esa vez en que, tras ponerlo en una balanza romana y anunciar su peso, un gracioso dice: "¡Anda, que para una novillada ya servía usted!" Su respuesta no se hace esperar: "¡Si me prestas tú los cuernos, cabrón!" No todo es humorístico: también hallamos descripciones de un lirismo sobrecogedor. Y es que la mirada de aquel viajero era limpia, metódica, milimétrica.