Desde Alicante viajamos a Villajoyosa, a pasar la tarde. Avanzamos por un paisaje socarrado, como en casi toda la provincia, un paisaje desértico y arrasado por el sol y el polvo en el que pegaría más un pistolero a caballo que una caravana de coches con turistas. Pasamos cerca de un puente ferroviario de aspecto similar al que vuelan en “El bueno, el feo y el malo”. A lo lejos se ve bien la ciudad: demasiados edificios, demasiada manía de construir. Nuestro amigo y guía nos dice que pretende llevarnos a un sitio apartado que a él le gusta mucho. El azar es así: resulta que nos conduce al lugar en el que yo veraneaba en la infancia. La misma ciudad (Villajoyosa), el mismo recodo (al pie del Aparthotel Eurotennis: con dos enes, por favor), la misma cala (llamada La Caleta). Me parece asombroso. El edificio no ha cambiado en su parte exterior, y sigue teniendo sus diecisiete pistas de tenis, su piscina y su vegetación abundante y espesa. Pero sí ha cambiado el paisaje de alrededor: a la Partida Montiboli le han crecido más hoteles y más casas de particulares.
Llegamos a la playa de piedras y guijarros de La Caleta y el paraje en torno es soberbio: frescos jardines, nobles palmeras, edificios blancos que coronan la cima de las montañas, ribetes moriscos, acantilados siniestros, el mar que clarea y está más limpio que en Alicante, menos contaminado. La Costa Blanca, que dicen. Aquí, lo reconozco, me agrada más el agua en particular y la estancia en general: hay menos gente, menos suciedad o ninguna en la orilla, nada de arena, y se puede uno arrimar a los pequeños arrecifes y entretener la tarde viendo los movimientos urgentes de los cangrejos y los movimientos sigilosos de las lapas. Incluso puedo leer un rato, sin temor a que entre las páginas del libro caiga la arenilla. Así que dedico la tarde a leer poco y a bañarme mucho. A la entrada de la cala, he olvidado decirlo, un cartel prohíbe llevarse áridos. Y no me extraña: los guijarros son espléndidos, sus formas son suaves al tacto y provechosas para la vista (quiero decir que a uno le gusta mirar los guijarros y sus formas durante un rato).
Unos pasos por la playa me devuelven a la infancia. Empiezo a hacer memoria. Allí fue donde me clavé un erizo de mar en un pie: el médico, ante la imposibilidad de sacarme las espinas con unas pinzas, me recetó aplicaciones diarias de yodo; días o semanas después las púas desalojaron mi carne y se fueron a pudrirse a otro sitio. Allí, dentro del hotel, veíamos en televisión “Cuentos del Mono de Oro”, un viejo serial de los ochenta, aventurero y ameno, que creció a la sombra de Indiana Jones; en el salón público donde tenían el televisor no faltaban los chavales franceses y alemanes, especialistas en regüeldos y en dar la nota. Creo que también fue allí donde aprendí que la piscina es más cómoda que la playa, o al menos no te embadurnas de arenisca y salitre. De hecho, sólo existen dos clases de baño que me satisfagan de verdad: en una de estas calas, a salvo de tanta humanidad; y en un lago, y como sólo me he metido en el saludable Lago de Sanabria, diré que allí se da uno los mejores baños. Habrá quien me reproche saber lo justo de estas cuestiones y quien me acuse de haber viajado poco. No lo niego, pero cada cual está a gusto con sus circunstancias. Pero volvamos al presente. Buceo y trasteo en La Caleta, tanto que al final me palpo por detrás de las orejas, por ver si me han salido branquias como a Mariner, el héroe de “Waterworld”. Unas horas después, con la piel arrugada de tanta agua, nos vamos a Benidorm. Otro de los paisajes de mi niñez, en aquellos lejanos años setenta y ochenta.