Estoy tomando una Coca-Cola en una terraza de Argumosa, una calle cuyos bares y aceras se atiborran en cuanto el calor aprieta. Converso con un zamorano que vive en Madrid, Arturo González. Nos hemos sentado a la sombra de las acacias, o al menos él me señala que son acacias. Nos despacha los refrescos un hindú silencioso (valga la redundancia), que regenta una casa de kebabs. A nuestro lado, y pese a la hora, las cuatro y pico de la tarde, varias personas comen al fresco, y el aroma sabroso y caliente de la comida hindú flota por entre las ramas y por encima de nuestras cabezas. Es la primera vez que veo a este zamorano, y entonces pienso en el azar y en todo eso. La sencilla historia de este encuentro es tal y como relato a continuación.
Días atrás descubrí a un autor catalán, exiliado en Francia, cuyas obras vuelven a publicarse en España: Jordi Bonells. Me dio por escribir un artículo al respecto, y luego conseguí uno de sus libros, magnífico y muy breve: "Esperando a Beckett". Arturo González emigró de Zamora cuando tenía dieciocho años, si la memoria no me falla. En París conoció a otro emigrado, Jordi Bonells. Estudiaron juntos la carrera de Sociología. Se hicieron amigos. Bonells le enseñó sus libros, y él habla maravillas, principalmente, de una novela aún inédita: no ha sido publicada en España, tampoco en Francia; pero todo se andará, supongo. Pasados los años, González se mudó a Madrid. A veces pasa por Zamora, a ver a la familia. Y, en su último viaje a nuestra ciudad, alguien le enseñó un recorte de mi reciente artículo, de aquel en el que hablaba del autor de "La segunda desaparición de Majorana", novela publicada ahora en castellano. Pero el azar no acaba ahí. Resulta que Arturo es primo de unos parientes míos. Todas esas conexiones (el origen, la familia lejana, Bonells) le empujaron a ponerse en contacto conmigo, a procurarme una dirección para que le escriba a Bonells, a hablarme de sus libros, a conversar sobre la tierra, la inmigración, las características del barrio, el azar, las editoriales, la familia, las novelas de Paul Auster.
Y aquí estamos, charlando de lo divino y de lo humano, bajo la brisa que empuja las ramas de las acacias y nos libera un poco del excesivo bochorno de uno de los días más calurosos de mayo, oliendo los asados de la cocina hindú, mirando a los transeúntes que caminan agobiados por la temperatura. Me dice que estuvo viviendo en un piso de Los Herreros, y le confieso que es una calle por la que siento mucha devoción. Mi familia materna vivió allí hace años, le cuento. Menciono mi segundo apellido, y se acuerda, y me revela que no sólo los conoció en aquella época, sino que posee un mueble hecho por las manos de mi abuelo, que era carpintero. Y que el mueble le ha acompañado siempre en sus viajes y en sus mudanzas. Dichas conexiones, dichos vínculos nos conducen al territorio del azar, que con tanta eficacia maneja Auster en sus novelas, de las que ambos somos admiradores. Bonells también habla de eso en su libro, al menos lo hace en las páginas del que yo he leído, y que fue escrito durante un mes y medio. Me pregunta, también, por el barrio. Le digo que me encanta, salvo por las reyertas y el tráfico de drogas, que entorpecen la calma y hacen que, ciertas tardes, uno vea sangre en las aceras, policías esposando a chavales y tíos con la cabeza abierta de un botellazo o de un palo (y horas después eso ocurrirá, de nuevo: dos jóvenes ensangrentados, dos ambulancias, coches y furgones de policía, cientos de curiosos). Luego le llevo hasta la librería de Argumosa. Caminamos bajo el sol, hasta la parada de metro. Al alejarme, pienso: "Otro paisano que tuvo que emigrar".