Tengo la impresión, algunas veces, de que pocos trabajos son tan degradantes para una mujer como el de servir de florero en los eventos. Las chicas en bikini que bailan en los espectáculos horteras de ciertos programas de televisión y cumplen la misma función que los decorados, pero sin necesidad de que un operador tire de sus hilos con el propósito de que se muevan. Las azafatas que ponen en los mostradores de las casetas de algunas ferias, cuyo cometido se ciñe a sonreír de oreja a oreja al tipo que pasa. Las acompañantes de las estrellas, que deben acudir a los preestrenos importantes con un doble requisito: exhibir un escote como una plaza de toros y dar palmadas al protagonista, o apoyarle un mano en el hombro; recordemos un ejemplo: el preestreno de la tercera parte de "Torrente", ocasión en la que Mariano Rajoy, que nunca supimos muy bien qué demonios pintaba allí, se hizo una foto con varios de estos floreros.
Conocemos la finalidad del trabajo de estas chicas, es decir, sabemos por qué las fichan los ejecutivos: para que alegren el paisaje. Sin embargo, y que conste que no tengo nada contra ellas, los organizadores deberían contratar, en los eventos literarios (presentaciones oficiales, fiestas fastuosas, ferias del libro), chicas que hayan leído algo más que las instrucciones de la caja de Tampax y la Ragazza. No lo digo en broma, ya que he ido recogiendo algunas perlas por ahí. Años atrás, en una fiesta de Plaza & Janés en El Retiro, salió una azafata a decir unas palabras de introducción. La chica, creo, era muy vistosa. Pero empezó a cometer tropelías al hablar. Cuando pronunció Plaza & Janés a la manera anglosajona, o sea, soltó Janes, como cuando decimos Tarzán y Jane, o James Bond, el personal se desparramó a reír. Imaginen el cuadro: hombres y mujeres muy leídos, editores, literatos, poetas, ejecutivos, y la pobre muchacha, tal vez creyendo que se ganaba un punto con su manejo del inglés, hizo el más espantoso de los ridículos. Unos cuantos se dieron codazos entre ellos, y todos nos cercioramos de que la muchacha, tal vez, sólo acostumbraba a leer la etiqueta del champú. Cometió otras barbaridades, aunque las he olvidado.
Repetiré que no tengo nada contra ellas. Pero a los fastos literarios hay que mandar a las que estén algo leídas, aunque no sean agraciadas. Donde más me he reído, a propósito del tema, fue en la Feria del Libro de Valladolid, en la que estuve hace unas semanas, metido en una caseta/escaparate. Cada pocos minutos una de esas mujeres florero debía anunciar, por megafonía, los actos y los nombres de quienes firmaban o participaban en aquellos. Las chicas se turnaban, de modo que los fallos eran distintos y, cada vez, más garrafales. Al escritor Tomás Val se obstinaron todas (salvo una) en llamarlo Thomas Val. Acaso, por el apellido nada frecuente, pensaron que era un extranjero, un hispanista británico que venía a dar una conferencia. Durante una hora compartí caseta con JM. Prado-Antúnez, natural de Baracaldo. Lo llamaron de varias maneras: Juan Manuel, José Manuel, José María, Prada-Antúnez, etcétera. Mi apellido siempre lo pronunciaron mal, de cuatro o cinco maneras distintas. Se inventaron, para nosotros, identidades nuevas y variadas. El editor les había dado a las chicas un papel, con nuestros nombres escritos con claridad y letras mayúsculas. Pero dio igual. Nos reímos mucho, eso sí. La mayor carcajada llegó cuando una de las señoritas-florero dijo: "Les recordamos que, en estos momentos, Novela Negra en carpa redonda". Menuda frase. La carpa quedaba a la vista de todo el mundo, incluso de las azafatas. Y la carpa, ya lo habrán imaginado, era rectangular.