Guns N’ Roses comienzan su actuación, es su costumbre, con el legendario y feroz tema “Welcome to the Jungle”. Asistí a una de sus giras de hace años y me cuesta reconocer a Axl Rose cuando irrumpe en el escenario. Tiene el rostro un poco acartonado (se rumorea que por culpa de una operación de botox) y se ha hecho trenzas de rapero en la melena, recogida en una coleta. No está gordo, pero antes era un saco de huesos y se advierte que ha ensanchado, que ya no tiene veinte años, sino cuarenta y tantos. Sale con gafas de sol, crucifijo al cuello, vaqueros, playeras, una camisa negra y una cazadora de camionero yanqui. Lleva una barba recortada y la ropa sobre el torso da la impresión de que estamos ante Jim Morrison cuando empezó a sumar adiposidades a su cintura. Luego se despojará de las gafas y de la chaqueta y comprobaremos que, aunque ya no corre de un extremo a otro con su agilidad de los noventa, e incluso parece que le cuesta, todavía es capaz de bailar y de hacer esos movimientos de serpiente agarrada a un micrófono que le caracterizan. Ofrece al público, tras un retraso de ciento veinte minutos, un concierto de dos horas y media.
El problema de este directo, el de ahora, radica en sus altibajos. Pero no me arrepiento de haber ido. Tuvo altibajos porque hicieron algunas cosas bien y, otras, mal. En contra: los solos de guitarra o piano del resto de la banda no interesan a nadie y parecen interminables, el sonido del equipo retumba a veces, cuando tocan los temas inéditos el público ni se inmuta porque desconoce las canciones (el nuevo disco aún no ha salido a la venta), la gente está agotada tras tantas horas en pie, la voz de Axl suena algo rota al principio, aunque irá mejorando a medida que transcurra la actuación y, sobre todo, falta el guitarrista Slash, el músico a quien más se echa de menos. A favor: las nuevas canciones tienen garra, el vocalista todavía logra que vibre el gentío, el espectáculo incluye llamas de fuego a ambos extremos del escenario y petardazos y pequeñas explosiones y una lluvia final de tiras de papel de colores, al fondo hay una pantalla donde vemos alternativamente planos individuales de la banda e imágenes y vídeos de protesta, abren con “Welcome…” y cierran con “Paradise City”, clásicos del legendario disco “Appetite for destruction”, y, cuando suenan los míticos temas, como los dos anteriores y “Sweet Child of Mine”, “Nightrain”, “Patience” o “You Could Be Mine”, a uno se le eriza el vello de la nuca y regresa a la emoción de esos discos viejos, que compró en vinilo y aún conserva como tesoros de valor incalculable. Cuando Axl se sienta ante el piano y ejecuta “November Rain” sé que la espera, el agobio, el precio y lo demás han merecido la pena. En suma: Guns N’ Roses han perdido algo de fuelle, algo de magia, pero todavía son capaces de imprimir energía en directo.
La actuación acaba a las dos y media de la madrugada. Hemos estado, en total, cinco horas en pie. Es una faena, porque las previsiones se han desbaratado: a esa hora no funciona el servicio de metro y no hay búhos. Salgo pensando en el público tan raro que acude a los conciertos: la mayoría parece que va sólo a mamarse y a hacerle fotos con el móvil al solista, después de llamarlo hijoputa. En las inmediaciones del auditorio se acumulan las personas extenuadas, buscando taxi. Circulan numerosos taxis, pero ninguno libre. Esperamos unos minutos. Luego decidimos andar hasta que encontremos uno con la luz verde. Hora y media después llegamos a Alcalá, justo a la altura del metro de Ciudad Lineal. Unos setenta minutos de caminata. Entonces aparece un taxi libre. Y llego a casa a las cuatro y cuarto de la mañana, molido.