Este es, sin duda alguna, el año de Diane Arbus. Admito que no conocía su trayectoria y su nombre no me sonaba o no lo recuerdo. La vida y la obra de esta fotógrafa están de moda. En las últimas semanas se han escrito reportajes en periódicos y en suplementos dominicales en torno a su trabajo, han reeditado su biografía (escrita por Patricia Bosworth), en Hollywood preparan “Fur”, una película sobre su leyenda, protagonizada por Nicole Kidman, y en Barcelona se exhibe, gracias a la Fundación La Caixa, la exposición “Diane Arbus. Revelaciones”. Dicha muestra comprende alrededor de doscientas imágenes, además de cartas, cámaras y cuadernos de notas. La exposición, dicen, no viajará a otras ciudades de España.
La peculiaridad, según leemos en los periódicos y según se advierte en sus fotografías (pueden consultarse en el Google Imágenes), radicaba en que Arbus se apasionó por el lado marginal y sórdido de la América de los años cincuenta y sesenta. El recorrido por sus criaturas es apasionante, ya que ella no tardó en desarrollar cierto gusto morboso por lo raro, influida por las obras “Alicia en el País de las Maravillas”, de Lewis Carroll, y “Freaks (La parada de los monstruos)”, de Tod Browning. Entre sus fotografiados hay mendigos, prostitutas, travestidos, enfermos mentales, enanos, gigantes, tragasables, mellizas, hombres atravesados por alfileres o con el cuerpo entero cubierto de tatuajes, familias de nudistas que no tenían reparo en mostrar su tonelada de michelines ante las cámaras. Un vistazo a las fotos supone una especie de viaje extraño, próximo al mundo de David Lynch, por territorios marginales y por las pesadillas que se incuban en los bajos fondos y en las barriadas. A Diane Arbus le entusiasmaban los excéntricos y los monstruos, y todo aquello que se alejara de su infancia de chica bien. Algunas de las imágenes ponen los pelos de punta: como esas niñas mellizas, tan parecidas a las niñas fantasmas que sacó Stanley Kubrick en los pasillos kilométricos de “El resplandor”, o la estampa siniestra de una mujer, en una silla de ruedas, que oculta sus facciones con una máscara terrorífica. Recopiló parte del material fatigando los vagones del metro, los circos, las chabolas, los hoteles y pensiones, los tugurios. En su colección se incluyen, además, retratos de gente famosa (Borges, Mia Farrow, Norman Mailer, etcétera). Pero en todas se refleja la humanidad de los retratados.
La imagen más perturbadora, o enigmática, o lo que prefieran, es la titulada “Gigante judío en casa con sus padres en el Bronx, Nueva York”. Tres personajes, como el título indica, habitan el cuarto, en el que vemos dos sofás, cortinas, una lámpara de pie y otra de mesilla, un par de cuadros. A la derecha está el padre, un hombre de bigote recortado, gafas de montura negra, traje y corbata. En el centro de la pieza, la madre: una señora gruesa, con gafas y un vestido sin mangas. A la izquierda, el gigante: lleva zapatones, se apoya con la mano derecha en un bastón, tiene el cabello rizado y una joroba que lo obliga a encorvarse y a parecer menos alto de lo que es. Los padres no le llegan a la altura del pecho. Lo que nos sacude son las miradas: en el perfil del gigante se adivina cierta sombra de pesar, como si fuera uno de esos hombres acostumbrados a masticar tragedias, burlas y depresiones; la madre lo observa con los ojos muy abiertos, casi alucinados. La autora dijo que había logrado captar una pesadilla recurrente de las mujeres encintas: cuando sueñan que van a concebir a un monstruo. La pesadilla, real, se consolida en los ojos maternos. Arbus, por cierto, se suicidó en el setenta y uno, tras ingerir barbitúricos y cortarse las venas en la bañera.