Desde que entró en vigor la ley antitabaco (a la que soy contrario, recordemos) los fumadores pasivos, como yo, tragamos el doble de humo. A mí me gustan los ambientes nocivos de los bares y la humareda de tabaco propia de los garitos de mala reputación. Hace quince años odiaba ese entorno que deja los ojos resecos y la piel como si uno hubiera salido de sus cenizas: tal vez porque en aquel entonces trabajaba los fines de semana en un bar de dimensiones pequeñas, y respirar aire fresco era imposible. Luego, seguramente por eso, me acostumbré a la atmósfera perniciosa de los bares. A los tímidos, además, siempre nos han venido bien las cortinas de humo (me refiero a las de verdad, no a las que utilizan los políticos de turno para encubrir sus maniobras) para refugiar nuestra timidez en ellas, y que la humareda nos embosque la mirada. Parece una exageración, pero no lo es: he frecuentado bares en los que se veía menos que en una noche de niebla londinense. Hace quince años detestaba, también, llegar a casa y dejar la ropa sobre una silla y, a la mañana siguiente, sentir su hedor a tabaco rubio y a tabaco negro. Me daba la impresión de que, durante la noche, había salido a la calle vestido con ceniceros usados. Y me acostumbré al humo de otros, ya digo. Igual que nos habituamos al aire fétido de los coches, a los ruidos nocturnos, a las toses del vecino de arriba y a la polución de las grandes ciudades.
Y en esto llegó la ley de marras. En los establecimientos en los que no permiten fumar (ya he estado en varios) el aire parece más limpio y no huele a cigarrillos. Pero no me da la impresión de habitar temporalmente un café o una tasca, sino la higiénica sala de espera del médico o del dentista. Algún día voy a equivocarme y, en vez de una cerveza, un whisky o una tónica, pediré al camarero una ración de anestesia o una receta para el dolor. Pero luego están los locales en los que sólo permiten darle al pitillo en zona reservada. Para algunos de nosotros es peor que antes, más nocivo. Uno, que no va solo a los sitios, siempre se acompaña de fumadores que quieren ir a tomar su copa o su refresco a la zona habilitada con humo. Y, como no me gusta ser intransigente, voy con ellos. Suele ser un espacio donde se apilan los viciosos del tabaco, y donde se abigarra el humo de los cigarros de una manera tan brutal, formando una cortina tan espesa, que hay que abrirla con tijeras de podar. Eso sí que es insoportable. Es duro incluso para los propios fumadores. Varias personas me han hablado de las zonas para fumadores de los aeropuertos: un espacio angosto, diminuto, donde se aprieta el personal como si lo fuesen a gasear. Esas zonas tienen algo de guetos; nos dan la impresión de ser una especie de leproserías en las que se convoca a quienes no han logrado liberarse de las ataduras propias del cigarro. Y en esos espacios están los fumadores activos y estamos algunos de los pasivos.
Añora uno lo de antes. El bar sin humos y el bar con zonas reservadas pecan por defecto y por exceso, respectivamente. Por ahora, prevalecen los locales de antes de la ley antitabaco. Es una suerte. En estos tiempos, en que uno fuma el doble (de manera pasiva), se echa de menos el aire fresco y puro. En la capital es algo imposible, sometidos como estamos al polvo de las obras, a la polución, a los aromas a tubo de escape y a esa ola de partículas africanas que estuvo por aquí de paso. Para respirar aire sano debe uno ir al campo, y a veces ni aún así. En mi tierra todavía puede respirarse algo de aire puro junto al río. Es una de las pocas cosas que, de momento, no se han cargado el alcalde y sus muchachos.