Estuve caminando por la calle Santa Clara, por curiosidad y porque me caía de paso. Ya conté que sentía deseos de ir por allí para echarle un vistazo a las obras. No suelo observar las obras del mismo modo que lo hacen los jubilados, quienes permanecen clavados al suelo durante un rato en el que examinan, con paciencia de amanuenses, la marcha de las máquinas y el tamaño de los socavones; prefiero mirarlas sin detenerme. Sobre todo porque las obras, al fin y al cabo, son entre ellas muy parecidas. Santa Clara está destripada, abierta en canal, para desgracia de comerciantes y vecinos. Tendrán que soportar varios meses de padecimientos y ruidos, como yo los soporté mucho antes de mudarme a Madrid, cuando las máquinas y los operarios sacaron al exterior las entrañas de la Plaza del Cuartel Viejo y sus alrededores. Quienes peor lo llevan, me consta, son las personas de la tercera edad, amén de quienes utilizan muletas o sillas de ruedas en sus desplazamientos cotidianos. Uno podría resistir la tortura de las calles abiertas (en Madrid es el caldo diario, la pesadilla urbana con la que nos tropezamos en cada esquina), si el resultado fuera óptimo. Pero, en el caso de la Plaza del Cuartel Viejo, ya lo ven: aquello es artificial, descolorido y algo feo.
Algunos tramos de Santa Clara ni siquiera han sido abiertos. Y lo único que llama la atención, pues no hay otra cosa que suelo levantado y vallas, es la Plaza de Hacienda. Arrasada casi en su totalidad, sólo queda de ella la escultura y una palmera solitaria, o quizá dos. No es que yo pertenezca a Los Verdes, o algo así, pero comprobar que un lugar emblemático, con jardines y árboles, ha sido destrozado por completo me llena de inquietud. Porque significa que, donde hay un político, siempre se agazapa un proyecto en el que nos cargamos los bosques, los jardines públicos, los parques, los arbustos, la hierba. Incluso aunque esa plaza quede mejor tras la remodelación, esas zonas naturales ya no existen. Como dejaron de existir otras: en San Martín de Arriba, en una de las márgenes del Duero, en la misma Plaza del Cuartel Viejo.
Sean las obras para bien o para mal, a quienes nos gusta nuestra ciudad nos deja un poco fríos encontrarnos con jardines, plazas o calles que ya no existen. Nos entusiasmaran o no, uno coge cariño a ciertos rincones. Ese banco en el que, sentados, una vez aguardamos a alguien, que llegaba con retraso a la cita. Esos árboles de altura mediana, bajo cuyo ramaje jugábamos en la infancia. Esa fuente pública de cuyo caño débil y de agua tibia, por el calor, bebimos y saciamos la sed en un día de verano. Ese recodo en el que una tarde nos tropezamos porque la piedra estaba levantada. Ese jardín al que llevamos a un perro, antes de que comenzara la época de las prohibiciones y los controles exhaustivos. Esa acera en la que una noche nos detuvimos, tras topar con una vieja amistad. Estos recuerdos, sean reales o inventados, pertenecen a muchas personas. Quiero decir que los habitantes de una ciudad cobijan en su memoria múltiples momentos relacionados con los paisajes urbanos: con un parque, una plaza, una esquina, un callejón, la puerta de un bar, un banco de madera. Y por eso, cuando las máquinas rasgan algunas zonas de la ciudad en la que uno ha crecido, no sólo sufre los rigores de las mismas, sino que debe contemplar, con algo de amargura, cómo se llevan esos pedazos de piedra y de naturaleza, que estaban asociados a determinados instantes de su vida. Así son las cosas, y esperemos que el resultado no nos defraude, aunque suele ser la decepción lo que nos carcome una vez acaban las obras.