Parece que en algunas ciudades (Zamora entre ellas) salieron a la calle los políticos del PP, con la intención de recoger firmas para apoyar un referéndum contra el estatuto catalán. Es el enésimo intento de Mariano Rajoy, ese señor con labios triangulares, por hacer el ridículo en España, aunque él lo revista de valentía y de iniciativa. Tengo derecho a pedir firmas donde me dé la gana, dicen que dijo; pero ignoro si, en el momento de soltar esa frase, se estaba limpiando la roña de las uñas con una cheira con cachas de nácar. Respecto al ridículo: no hay más que echar un vistazo a eso de las firmas por internet, que está trayendo cola. Un día tienen no sé cuantas mil firmas, y al día siguiente menos, y en ese plan. Porque el sistema es bastante chapucero: puedes poner el dni de otra persona e inventarte los apellidos, o escribir un apodo, o el nombre de algún personaje de dibujos animados. Esto sólo sirve para hacer ruido, para que Rajoy asome a los micros y proclame (rociando las alcachofas y las grabadoras de los reporteros con unas gotas de saliva) que ya llevan millones de firmas recogidas en la web. ¿Ese ruido de qué sirve? Pues de poco, mire usted. Sirve para que el abuelillo de turno, de derechas de toda la vida, se lo crea a pies juntillas y salga corriendo a la calle a poner su firma en un papel, ya que carece de conexión a la red o no sabe navegar. Sirve para que varios analfabetos se lo traguen; y con analfabetos (es una manera de hablar) no me refiero a quienes no saben leer o escribir, sino a quienes escuchan una declaración de su ídolo, se la creen y no se preocupan de averiguar si es o no es verdad. Léase: toda esa gente que, en las elecciones, vota a ciegas.
Ahora les ha dado, le ha dado a este hombre “fuerte” de su partido, por querer escuchar al pueblo. Pero el pueblo habló cuando tenía que hablar: por ejemplo durante el inicio de los ataques a Irak, y también durante las elecciones. No hicieron caso entonces, cuando la gente levantaba la voz para ser oída, para protestar por la alianza de Mister Aznar con los otros muchachos de las Azores (¡vaya trío de la caspa!), en aquellos días en los que Mister Aznar estaba sordo, o sólo era capaz de oír los cantos de sirena macho de Bush y Blair, y sin embargo son ellos, estos días, quienes se obcecan en salir a la calle y fatigar las aceras para escuchar al pueblo.
La calle, sin embargo, no es lo suyo. Aunque hayan adoptado las pancartas, las manifestaciones y las firmas callejeras y el contacto con el pueblo. Lo explicaba el otro día en un artículo Laura Rivera, de forma muy clara y contundente. Por lo general (aviso: estoy generalizando) el votante del PP, al menos el votante joven, suele tener un perfil definido y escrupuloso: jersey Lacoste sobre los hombros, melenilla engominada hacia atrás, un par de cochazos en el garaje de papá, algún “o sea” en los labios, y un botellín de agua mineral en la mano cuando sale de cañas. Y esta gente no pega en la calle. Basta con observar a Zaplana, un señor con moreno de rayos uva, con sonrisa de triunfador pijo, con el peinado intocable de los horteras de barrio rico. No hay más que ver a los políticos del partido en esta ciudad, y en parte de nuestra provincia: sus rostros, sus actitudes, sus formas, su educación, pegan con otro entorno distinto al de la calle, por ejemplo el de los restaurantes de lujo y el de los campos de golf y el de los clubes náuticos y privados. Lo cual no significa que me caigan mal: dos o tres de ellos a veces, a mi entender, aciertan, porque lo que importa es el trabajo diario y no la apariencia. Algo que, sin embargo, no acaba de asumir el tal Rajoy, preocupado por las salidas de tono, el ruido, la algarada, por dar la nota antes que por trabajar.