En una copistería, en la tercera planta del edificio de unos grandes almacenes. La encargada farfulla a la señora que está atendiendo: “Pues sí se lo han hecho tan bien en otro sitio, no sé por qué no va a ese otro sitio”. La señora, que se está armando un lío con varias fotocopias de partituras de música, unos folios en blanco, un tubo de pegamento, unas tijeras y varios recortes: “No, si no fue a mí; a quien se lo hicieron me lo ha encargado y yo he venido aquí. Pero siga atendiendo, siga atendiendo. Ya voy yo preparando esto”. Y “esto” consiste en recortar algunas líneas de la partitura, pegarlas en folios con la barra de pegamento y hacer fotocopias. El siguiente en la cola es un tipo con abrigo de cuero, de Pakistán, o por ahí, un poco tímido. Quiere fotografías de carnet. Se van a hacer las fotos al cuarto anejo. Se les oye. La dueña: “Oiga, debería quitarse el cuero, porque, si no, la foto va a quedar muy oscura. Además, que usted ya es oscuro…” Sale el chico, le recortan las fotos, paga y se va. Pero llega un señor con aire de extraviado: “¿Es aquí donde se cobran los décimos de lotería?” Igual podía haber preguntado si despachaban arenques. La dueña responde: “No, aquí no. Vaya al fondo, a la derecha”. Aparece una anciana, muy anciana, de negro, también con cara de despistada. La dueña: “¿Qué tal le va?” La anciana: “Brrjlmbdlñfkjbk”. La dueña: “¿Qué dice, que se ha caído de un cuarto piso?” La anciana: “No, no… Nngrrgefnwfefr”. Ignoro el asunto, no es inteligible. Pago y me voy, pero busco con los ojos si el edificio incluye un manicomio.
En la cola del supermercado. Tres marujas conversan. Maruja uno: “Ay, chica, ¿qué quieres que te diga? Nosotros tenemos en casa varias botellas de cava y, oye, no pensamos abrirlas”. Maruja dos: “Bueno, mujer, si eso… no pasa nada. Si está muy rico”. Maruja uno: “No, no, no. No pienso abrirlas. Nosotros, el champán. El cava, para ellos”. Maruja dos: “Eso son tonterías, mujer. A mí eso me da igual”. Maruja tres: guarda silencio, salomónica ella. Me gustaría acercarme y revisar la compra de la maruja uno: seguro que sus productos suman, al menos, tres marcas catalanas; pero es de esas personas que creen que lo catalán sólo es el cava y el fuet. Poco después, bebo una copa de cava durante la cena. Cerca del supermercado, en la calle. Dos viejecitas caminan por la acera estrecha, y al pasar junto a un restaurante hindú, una de ellas vuelca, por descuido, la pizarra con el menú que han colocado a la entrada. Se detiene y retrocede y, mientras se dispone a agacharse para recogerla, proclama: “Si es que lo ponen tan fuera…” Otra de ellas la coge por un brazo y trata de disuadirla: “Déjalo, mujer, déjalo. Vámonos, vámonos”. Como si tuvieran miedo. Como si una no tuviera educación. Un camarero hindú sale y, silencioso, levanta el cartel.
En la tienda de alimentación de un chino. Un negro pone el dinero junto a la caja y dice: “Pan. Barra”. El oriental, que jamás habla, y es imperturbable como un gángster de novela negra con costurones en el rostro, va a coger una barra. El cliente, quizá cabreado por el pan que va a elegir el otro, insiste: “No, ésa no. No, no, tampoco ésa. Blanca. No, más blanca, la más blanca. Arriba. Más blanca. Ésa, sí.” En las tiendas, de alguna manera, los chinos, los africanos, los hindúes y los árabes consiguen entenderse manejando un español que cojea, pero que sirve para que, más o menos, comercien unos con otros. En una tienda de ropa, esta vez en mi ciudad, y en navidades. “Perdone, ¿tienen camisetas blancas de manga corta?” Dependienta, como si fuéramos seres de otro planeta: “No, hijo, no. Eso, igual para marzo…”