Son las ocho de la tarde y salgo a comprar un cartucho de tinta. En el barrio hay animación: peatones, vecinos, compradores, alcohólicos, camellos. Cuando bajo por la Plaza de Lavapiés suben dos policías en moto, y no le doy importancia. Entro en varias tiendas, pero en ninguna venden artículos de impresora. Recorro la calle Argumosa y, vencido, las manos vacías, regreso a casa por un atajo. Mi intención es atravesar una calle estrecha y repleta de videoclubes, fruterías, cafés y bazares, que desemboca justo arriba de la plaza y a unos metros del lugar en el que vivo. Al término de esta vía veo gente, de toda edad, raza y condición, observando el eje más conflictivo: el que une el banco de los borrachos, dos de las esquinas de los camellos y el principio de mi calle, ese triángulo de violencia. Diviso, allí, a un par de policías rodeados de personas que silban o abuchean, y una de las motos volcada. “Mal asunto”, me digo. Pregunto a un chico qué ha ocurrido, pues tengo que ir a casa y debo pasar por allí. Me cuenta: “Ha venido la policía a hacer una detención, y la gente ha empezado a abuchear, y la poli se ha calentado. Están pidiendo refuerzos. Pero yo creo que se están pasando, no es para tanto”. Entonces vemos, atravesando la plaza hacia arriba, a un pelotón de policías antidisturbios, porra en mano y el ceño fruncido. “Sé cómo acaba esto; ahora es cuando empiezan a repartir estopa, lo he visto en los telediarios”, pienso, y le digo adiós al tipo en el instante en que los agentes descargan sobre el personal. Porque tienes que moverte, antes de que las porras te alcancen, aunque no hayas hecho nada.
Mi intención es bajar la plaza, pirarme hacia el metro. Algunos de los tipos que abucheaban reciben porrazos. Un chaval con una funda de guitarra a la espalda huye plaza abajo. Tras él corren varios policías, y se para y levanta los brazos, se rinde. Le baten los lomos. Los agentes avanzan hacia donde estamos los curiosos y mirones. Es cuestión de segundos resolver mi papeleta. Si eres tonto, sales corriendo y te miden las costillas. Si eres listo, te quedas quieto y pones cara de estar a lo tuyo. Y tú eres listo, o eso crees. En cualquier caso, sospecho que me van a santiguar las espaldas.
Veo que sacuden a quienes corren, así que me detengo y me apoyo contra una pared, saco el móvil y llamo a alguien, para disimular, pero no coge el teléfono porque está en el metro. Las personas que tengo a ambos lados salen pitando. Me quedo ahí, con el escroto en la garganta, preparado para recibir la paliza, esperando para saber si me van a machacar o no. Con el móvil en la oreja pongo cara de ser un tipo que está a su aire, que pasaba por allí (y es la verdad), que no va a moverse del sitio porque no es culpable. Se aproxima un policía, con la porra en la mano, y le miro, con sangre fría y sin mover una ceja, y él dice: “Caballero, por favor, salga de aquí, o al final le van a dar a usted”. Suelto: “Muchas gracias”, y me protege un metro, la distancia que me falta para salir de la plaza, doblar la esquina y evaporarme por donde he venido. Allí topo con un poli gigante, que está tatuando su porra en los riñones de un sudamericano. Lo tritura, y cae al suelo, grita y llora. Paso al lado del poli, caminando despacio, sudoroso y tranquilo (en apariencia), el móvil en la oreja, alejándome. Doy un rodeo y miro la escena de lejos. Hay cinco furgones, y numerosos coches y motos, y aparecen los del Samur. Luego me entero: el detenido era un marroquí, y la gente increpaba a los agentes para que no lo calentaran tras esposarlo. Hacían su trabajo, pero luego se pasaron. Es un polvorín: delincuentes y tipos que no deberían imprecar a la policía y policías que no deberían zurrar a los curiosos. Y menos a quienes vivimos allí.