Hoy es uno de esos días en los que aún estamos rotos de agotamiento, al menos quienes salimos en Nochevieja por ahí o acudimos a las fiestas, pero también quienes optaron, tras la cena, por quedarse en casa a ver la televisión, a jugar a las cartas, a pegar la hebra. Ya no se trata sólo de beber alcohol y de trasnochar: sólo la ingesta exagerada de alimentos en las comidas y en las cenas de los días pasados desequilibra el estado del cuerpo y de la mente. Sólo la certeza de que haya mañanas sin periódicos nos sumerge en el desequilibrio, como si estuviéramos en una realidad paralela a la que no logramos acostumbrarnos. Los cambios son tan importantes como para que tardemos (al menos en mi caso) media semana en recuperarnos: demasiada comida, demasiada bebida, demasiadas emociones, demasiado sueño atrasado, demasiados trastornos horarios. No sé a ustedes, pero a mí salir de la rutina (aunque me entusiasma) me deja baldado. Igual que me deja molido adelantar o atrasar la hora, o afrontar las mañanas en las que no hay periódico y me siento como si estuviera en otro planeta, o las vísperas de fiesta en las que busco como un desesperado noticias nuevas y no encuentro más que resúmenes del año e informes rutinarios sobre las indigestiones, la situación de las carreteras y las temperaturas.
Además de agotado, en fechas así suelo tener mono de noticias. Me reconozco adicto a la información, a los reportajes, a las columnas de opinión, a la actualización de blogs y de foros. Soy una especie de vampiro de la ficción, pero también de las comunicaciones. Por supuesto, prefiero los periódicos y las revistas: lo mío es la lectura. Hay, así, semanas para mí muy duras: en Semana Santa, en el mes de agosto, en navidades. Parece que el mundo deja de funcionar, y lo único que ocurre es que la gente toma vacaciones, que circulan por ahí menos periodistas dispuestos a la caza de la noticia (pero, sobre todo, a la creación de la noticia).
La única suerte con la que contamos es que, al menos, la metralla política detiene su maquinaria y deja de salpicarnos. Las navidades son fechas ideales para mantener los lazos con la familia y los amigos, no para asistir perplejos a la salva de insultos y saliva envenenada con la que unos y otros (gobierno y oposición) se bautizan las carnes. En eso salimos ganando. Aunque en el resumen típico de cada medio nos recuerdan sus disparates y decisiones anuales. Digámoslo claro: un día sin periódicos es un mal día, y un día sin mítines es un gran día. Somos capaces de afrontar el cansancio posterior a nochebuenas y nocheviejas mientras no nos den más la murga desde sus tribunas. No obstante, y volviendo a la fatiga, ya no se reconoce uno en aquel muchacho capaz de salir siete noches seguidas de juerga. Estos cambios de costumbres, que nos alteran durante un tiempo, nos obligan a deambular por ahí como si fuéramos fantasmas nada seguros de su (in)existencia. Durante unos días te acuestas a otras horas, te encuentras con personas a las que llevabas un siglo sin ver, te dejan un par de mañanas sin periódicos, las noticias son muy parecidas a las de un año atrás, comes y bebes más de lo que tu cuerpo es capaz de asimilar, y, cuando todo el trasiego se termina, uno se siente un juguete roto y un fantasma que tardará días en dejar de serlo. Pero todavía estarán peor, más molidos, quienes tuvieron la mala suerte de trabajar en Nochevieja y en el primer día del año. Si aún nos quedaran fuerzas y ganas para tomar una copa de cava o de champán, deberíamos brindar hoy por ellos.