Un amigo alemán, que vive en Madrid y viaja de vez en cuando a Zamora, trae, tras la última visita a su tierra, vino y unas pastas. Quiere invitarnos a probar el vino caliente y preparado con frutas y especias (corteza de naranja, canela en rama, etcétera). Quedamos en una churrería pequeña y acogedora, próxima a Plaza de España, donde al final hay una mezcla de gente que conozco de mi ciudad y gente nueva. Regenta el negocio una amable mujer que despliega por la barra una serie de platos con comida y aperitivos: tortilla de patatas, pimientos del Padrón, patatas fritas, cacahuetes, queso suave, jamón serrano, cueros, pepinillos, salchichas. Mientras el alemán prepara el vino en una olla pedimos botellines de cerveza. Recuerdo entonces que este chico se ha adaptado de una manera casi sobrenatural a la vida española y a nuestros juegos de palabras, de difícil comprensión para alguien que haya crecido en el extranjero.
Por fin llega el vino. Resulta delicioso, dulce, caliente, muy fuerte. Un brebaje adecuado para una noche alemana de viento y nieve, con los pies cerca del fuego de una chimenea, con sólo la música del aire en las ventanas y del crepitar de las llamas, quizá leyendo un viejo cuento de terror. Pruebo el vino y esa es la sensación que obtengo. Nunca he estado en Alemania, salvo por la literatura y el cine. Ya me gustaría. Me pregunta un simpático tipo, al que me acaban de presentar, de dónde soy. Se lo digo. Resulta que su abuela es de Zamora. Las conexiones con la tierra de uno son infinitas en la capital: siempre encuentro a alguien que tiene allí un pariente, o que trabaja con alguien que nació en el mismo sitio que uno, o que ha pasado por allí un día de Semana Santa o de San Pedro. Algunas personas nos reconocen por el acento cantarín (no en esta churrería de la que hablo). Me siento cómodo en este establecimiento: por la compañía y porque me gustan los garitos en los que se puede charlar sin romperte las cuerdas vocales. Para acompañar el brebaje de tinto con especias y frutas hay varias bandejas de pastas de Alemania. Tienen un sabor especial, profundo, que se agarra al paladar. La mujer, una vez comido este postre, saca de la nevera unas botellas de champán. Cuando vamos a pagar la cuenta la señora nos dice que sólo nos cobrará los botellines de cerveza. El resto lo pone ella y, el vino y las pastas, nuestro amigo. Es insólito, pero cierto: la dueña nos invita a toda la comida y al champán.
Por fin llega el vino. Resulta delicioso, dulce, caliente, muy fuerte. Un brebaje adecuado para una noche alemana de viento y nieve, con los pies cerca del fuego de una chimenea, con sólo la música del aire en las ventanas y del crepitar de las llamas, quizá leyendo un viejo cuento de terror. Pruebo el vino y esa es la sensación que obtengo. Nunca he estado en Alemania, salvo por la literatura y el cine. Ya me gustaría. Me pregunta un simpático tipo, al que me acaban de presentar, de dónde soy. Se lo digo. Resulta que su abuela es de Zamora. Las conexiones con la tierra de uno son infinitas en la capital: siempre encuentro a alguien que tiene allí un pariente, o que trabaja con alguien que nació en el mismo sitio que uno, o que ha pasado por allí un día de Semana Santa o de San Pedro. Algunas personas nos reconocen por el acento cantarín (no en esta churrería de la que hablo). Me siento cómodo en este establecimiento: por la compañía y porque me gustan los garitos en los que se puede charlar sin romperte las cuerdas vocales. Para acompañar el brebaje de tinto con especias y frutas hay varias bandejas de pastas de Alemania. Tienen un sabor especial, profundo, que se agarra al paladar. La mujer, una vez comido este postre, saca de la nevera unas botellas de champán. Cuando vamos a pagar la cuenta la señora nos dice que sólo nos cobrará los botellines de cerveza. El resto lo pone ella y, el vino y las pastas, nuestro amigo. Es insólito, pero cierto: la dueña nos invita a toda la comida y al champán.
Al salir, buscamos taxis libres para juntarnos en otro garito con algunas personas de mi panda, esos zamoranos afincados en Madrid, que tuvieron que emigrar un día ya lejano en busca de trabajo. Detengo un taxi con luz verde, y me toca hacerlo en mitad de la carretera. Intentamos abrir la puerta y está cerrada, y el fulano que va al volante pregunta: “¿A dónde vais?” Contesto: “A Malasaña”. Y dice, el muy perro: “Pues, entonces, no”, y arranca y se larga, dejándonos allí en medio, entre todos los coches que rugen. Los taxistas de esta ciudad conducen como si les persiguiera el diablo, lo cual quizá te ahorra unos céntimos, pero sales con el corazón en la boca y el susto en el cuerpo. Así es la vida: constantemente recibimos los seres humanos una caricia (la amable señora que convida a la cena) y luego un zarpazo (el taxista caprichoso que elige él los destinos). A la puerta de algunos pubs aparecen, como setas, los chinos con su sencillo puesto: una caja de cartón en la que apoyan sus mercadurías. Cada vez ofrecen más cosas, desde bocadillos hasta tabaco, agua y cerveza. Algunos te meten las latas en la cara. Como si estuvieras en una carrera y quisieran ofrecerte avituallamiento. Y en la lengua aún tengo el sabor hogareño del vino con especias.