Dado que es invierno, y cierro las ventanas para no helarme con el frío de la calle, me pierdo la mayoría de las peleas, escaramuzas y contiendas del barrio. Pensaba que, con este tiempo devastador, la gente había olvidado el odio y la violencia. Pero me equivocaba: sigue ahí, sólo que no lo oyes porque tienes la música puesta y las ventanas cerradas. Pero algunos días los gritos y los escándalos son tan altos que traspasan el sonido de los discos o de las películas que pongo. Aquí, en Lavapiés, se pegan personajes de toda clase, a horas diferentes, en estado sobrio o etílico.
Una noche escucho algo y me asomo. Hay escándalo justo debajo del balcón. Miro: un negro enorme, tranquilote y con cara de buen tío, con un gorro de lana en la cabeza y una manga, de su camisa, llena de sangre. Pero no se altera. Una vecina llama a la policía, y supongo que varios vecinos también lo hacen. Igual que en la ficción, de repente aparecen cinco coches, con dos agentes en cada vehículo. Copan la calle. Le rompen la camisa al hombre, para supervisar la herida. No sé de qué arma es, ni quién se la hizo, ni por qué. Sólo veo cómo toman declaración a la gente y se ocupan del negro, que posee esa mansedumbre en el rostro de quienes han asumido que los africanos están destinados a pasarlo mal, vayan donde vayan. Otra noche, más temprano, oigo otro jaleo. Vuelvo a asomarme: dos árabes jóvenes y delgados se empujan. Los amigos, no sabemos si porque se cansan de sujetarlos o porque están sedientos de ver ríos de sangre, los sueltan, como se libera a los gallos de pelea en las apuestas clandestinas, o a esos chuchos salvajes de la inolvidable “Amores perros”. Los chavales, con su catadura de camellos moros de cada esquina del barrio, se lanzan a untarse los hocicos. No está uno acostumbrado a presenciar una pelea callejera en la que nadie separe o contenga a los luchadores. Y se nota una cosa: un minuto después pelean agotados, sin fuerzas. Las peleas largas sólo son las profesionales. Al final tienen que venir corriendo los parias de la plaza, a separarlos.
Una noche escucho algo y me asomo. Hay escándalo justo debajo del balcón. Miro: un negro enorme, tranquilote y con cara de buen tío, con un gorro de lana en la cabeza y una manga, de su camisa, llena de sangre. Pero no se altera. Una vecina llama a la policía, y supongo que varios vecinos también lo hacen. Igual que en la ficción, de repente aparecen cinco coches, con dos agentes en cada vehículo. Copan la calle. Le rompen la camisa al hombre, para supervisar la herida. No sé de qué arma es, ni quién se la hizo, ni por qué. Sólo veo cómo toman declaración a la gente y se ocupan del negro, que posee esa mansedumbre en el rostro de quienes han asumido que los africanos están destinados a pasarlo mal, vayan donde vayan. Otra noche, más temprano, oigo otro jaleo. Vuelvo a asomarme: dos árabes jóvenes y delgados se empujan. Los amigos, no sabemos si porque se cansan de sujetarlos o porque están sedientos de ver ríos de sangre, los sueltan, como se libera a los gallos de pelea en las apuestas clandestinas, o a esos chuchos salvajes de la inolvidable “Amores perros”. Los chavales, con su catadura de camellos moros de cada esquina del barrio, se lanzan a untarse los hocicos. No está uno acostumbrado a presenciar una pelea callejera en la que nadie separe o contenga a los luchadores. Y se nota una cosa: un minuto después pelean agotados, sin fuerzas. Las peleas largas sólo son las profesionales. Al final tienen que venir corriendo los parias de la plaza, a separarlos.
Un rato antes de escribir estas líneas, y mientras leo algunas noticias de los periódicos, me llegan rumores de gresca. No los oigo con claridad por la música y las ventanas. Salgo al balcón: en la plaza, alrededor del banco del que siempre cuento tantas anécdotas, hay lío. Veo el epílogo: un fulano con un palo en la mano sale corriendo, y un chico español regresa a sentarse. Tiene media cara ensangrentada. Dicen que le han abierto la cabeza con el palo. Una chica llora y llama a la policía desde el móvil. La gente se aproxima a curiosear, a dar su opinión, a comprobar el estado físico del chico. Aparecen los policías. El banco se llena: quince personas, luego unas veintitantas, y más tarde unas cuarenta, y entonces pierdo la cuenta. Y sólo son las tres de la tarde: muy temprano para sangrar. Parece como si ese cruce de calles, esa plaza y ese banco, fueran el punto donde se encuentran siempre los violentos. Pero no sólo hay violencia aquí. En la última visita a mi ciudad presencié un par de altercados, y me contaron historias que nunca salen en la prensa: historias de palizas, de intentos de suicidio, de broncas. En un famoso pub zamorano el gorila encargado de echar a la gente nos “invitó” a salir de malas maneras, sin modales. “¡Venga, fuera, que esa cerveza te la puedes llevar a la calle! ¡Has tenido tiempo de acabártela!” Y, cuando recuerdo esos modales, y asisto a esas peleas, y veo tanta sangre, pienso siempre en lo podrido que está el personal, y que los individuos violentos deben llevar toda esa violencia metida en el culo, y son hombres estreñidos que por alguna parte han de reventar.